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Miércoles 26/06/2024  

España

Diario de un jubilata

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Cuando hablamos de las personas sin techo, aquellas que duermen a la intemperie porque no tienen casa, lo hacemos como si fuera algo lejano -como los dramas que vemos en televisión- que en poco o en nada nos afecta. Pues va a ser que no. Yo recientemente me he preocupado por la ruta de la penuria, he transitado por las zonas donde ellos pululan de la mañana a la noche, he observado su deambular, he indagado qué hacen para comer -porque comer comen, poco y muchas veces mal, pero comen-, donde y qué beben, y en qué entretienen las horas desde el despertar hasta que las sombras (negras sombras que decía Rosalía de Castro) campan por nuestros lares. Ranchean, es la palabra que define su jornada. Sobreviven junto a nosotros,  deambulan en nuestro derredor y, cosa insólita, resultan la mayoría de las veces invisibles. Que no los vemos, o que no los queremos ver, pero digo si están.

Unos tienen su sitio (suyos en “propiedad”, ojo) junto a una parroquia, pero a diario con una sola misa y escasos parroquianos la cosa da para poco; otros merodean por el mercado; los hay buscando en los contenedores; y quien se afana con cartón o chatarra. Si pueden, ellos saben cuándo, piden a Cáritas, van a El Salvador o a las Hermanitas. Esos son días de comida caliente y buena. Pero lógicamente no puede ser siempre. Son de muy distinta procedencia y de diversas etnias. Dicen que detrás de cada cual hay una historia, pero siempre tienen como denominador común: soledad, miseria, abandono, adicciones… Los veo a eso de las diez de la noche cuando los voluntarios de Cruz Roja acercan su furgoneta a Las Angustias. Ésta es sólo una parada de las muchas que su solidaridad realiza por las calles. Ahí tomarán caldo y un buen bocadillo para meter el cuerpo en cintura y para aguantar donde se pueda otra larga noche fría y solitaria. Cuando regreso a casa ya están recogidos. Un portal -cada vez menos-, un balcón generoso que sobresale a cuyo socaire se puede resguardar del relente y las galerías porticadas -como la que rodea la oficina de empleo- donde hay afluencia. Este es otro barómetro de la crisis. Cartones y mantas quedan escondidos durante el día. Ahí los tenemos, ahí están refugiados de la lluvia y el frío. No digamos que no los vemos, digamos que procuramos no verlos. Yo intento pasar sin hacer ruido para no molestarlos, pero cada vez me siento más íntimamente molesto conmigo mismo y con mi conciencia.
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