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Torremolinos

La dilapidación de los recursos

Debemos tomar conciencia y ser conscientes de las exigencia humanas mínimas a los que todos tenemos derecho

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Observemos. Somos una generación que, en lugar de fraternizar recursos, lo que hacemos es dilapidarlos al antojo de algunos. La cultura contemporánea parece haber perdido la autocrítica, el sentido del bien y del mal, la responsabilidad para con el mundo y sus moradores. Son hazañas irresponsables ver que quince años después de haberse abierto a las adhesiones, el Tratado de prohibición de ensayos nucleares, siga esperando entrar en vigor, con los consabidos peligros y gastos innecesarios. La verdad que nos interrogan tantas faenas armamentísticas, que a veces pienso que las armas son las que verdaderamente imponen su poder, y que no hay ley que las contenga. Díganme, sino: ¿Para cuándo el desarme del mercado ilícito internacional?. El comercio de las armas es el único mercado que no ha entrado en crisis. Desde luego, la paz no se asegura fabricando más artefactos. Que lo sepamos.

Prestemos atención. Mucha más atención ante entornos inconscientes y necios. Son realidades irresponsables advertir como cada día hay más organizaciones que explotan a niños y mujeres. Multitud de pobres mueren en el mundo en circunstancias extrañas y nadie hace nada por aclarar estas muertes. Seguiríamos el relato, porque en este momento, son muchos los fracasos que se están produciendo, y reproduciendo en el mundo a un ritmo de total bancarrota. La productividad de casos nos sobrepasan. Las noticias están crecidas de salvajadas y salvajismos. A mi juicio, lo peor de todas las decepciones viene de las sociedades desarrolladas, motivadas por el efecto de una quiebra moral de los sistemas de mercado, del poder y la producción de una riada de zancadillas y de viles que cualquiera desparrama por la vida.

Fijémonos. O lo que es lo mismo, miremos conscientemente la dura realidad que viven muchas personas en el mundo. A veces el medio no lo observamos bien, en parte porque determinados poderes nos tapan, con su desbordante poder mezquino e interesado, la autentica situación en la que viven determinados ciudadanos, que bien podríamos ser cualquiera de nosotros. Por tanto, no sólo son los grandes poderes financieros lo que precisan un rescate, necesitamos rescatar a la humanidad entera de su afán por el poder insensible, que no entiende de fraternidad global, que sólo sabe mirar para sí y para los suyos. De ahora en adelante, los poderes que no conduzcan a la solidaridad, que dilapiden recursos que son de todos los moradores del planeta, debieran ser los grandes excluidos, no las personas, para ello es justo dar a la ética el lugar central que le corresponde, sobre todo en los Estados que se sustentan como sociales y democráticos de derecho.

Hay que cambiar de conductores y de itinerario, reflexionar sobre el corazón humano y el alma de la vida. Abramos los ojos a la vida y veámonos los unos en los otros. Sólo así podemos estimularnos el gozo por las buenas actitudes y obras. Nos inunda una ola de males causado por poderes corruptos y personas que andan endiosados por una vida que no les pertenece gobernar. Debemos tomar conciencia y ser conscientes de las exigencia humanas mínimas a los que todos tenemos derecho. Ha llegado el momento del cambio. La humanidad no puede esperar por más tiempo. Debemos elegir entre permitir que determinados poderes sigan con su irresponsabilidad, con su codicia desenfrenada, con su consumismo irracional, o que tomen el poder personas a los que le mueva el servicio, el fijarse en el otro sin esperar nada. Las gentes hambrientas, sólo con su mirada, nos están interpelando a las sociedades opulentas, que gastan lo que tienen y lo que no tienen, porque son auténticos devoradores de vidas.

En consecuencia, lo que debe contar no es la economía, sino el ser humano. Lo que nos falta es voluntad de cambio. La ciudadanía mundial ha de tener fortaleza ética para tomar medidas de reparto, de solidaridad. Únicamente a través de decisiones y medidas ejemplarizantes podremos huir del mundo de las injusticias y despojarnos de la anti-humanidad que se ha impuesto en nuestro planeta. Se ha de acordar en que los ciudadanos tienen el deber social y jurídico de contribuir al bien común, no a dilapidar como viene sucediendo en los últimos tiempos. Hagamos que el 0,7% sea un número significativo de nuestra responsabilidad, de compromiso con los más desfavorecidos. Forjemos una lección de moral para superar nuestro egoísmo e indiferencia. La solidaridad debe ser algo más que una palabra, ha de ser como el sol que nos guía la mañana y nos da calor para vivir.

El calor humano es un calor preciso en este paisaje donde tanto brilla la ostentación del poder a cualquier precio. Mal que nos pese, han vuelto las estructuras opresoras, la judicialización de la vida, el miedo a un poder que esclaviza. Podríamos relatar multitud de escenas reales, como las de tantas ciudades y poblados que viven en auténtica quiebra, donde el deber de solidaridad brilla por su ausencia. No se trata de vencer el hambre por unas horas, ni siquiera de hacer retroceder la miseria en el mundo, debemos mirar más alto, y ver la manera de construir un mundo más humano, en justicia y en libertad, en el que no quepa la esclavitud de persona alguna. Es importante recuperar esta dimensión humanista y humanizadora. Téngase en cuenta que siempre se agradece una mano tendida, en un tiempo donde el afán de poseer provoca violencia y odio a raudales. Convertirse en persona pensante, en ciudadano que ejerce la ciudadanía, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia estrechez del individuo como tal; y vencer el propio egoísmo de dilapidar recursos que son de todos y de nadie. No olvidemos, al fin, que todo ser humano debe recibir lo necesario para caminar por esta vida de pedestales inútiles. Con razón; el poder antes que poder, es deber; y un deber innato de generosidad.

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