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Hablillas

Encanto digital e inevitable

Uno, no se sabe si ignorante o bromista, dijo que desde que tiene el “guasá” no para ni para tomarse una pastilla para el dolor de cabeza.

Esta página del periódico es como un bloque de pisos. Algunos firmantes nos conocemos y otros nos saludamos con cortesía. Todas las semanas nos asomamos, nos vemos para reflexionar sobre lo que nos preocupa, sobre lo que nos enteramos o sobre lo que no queremos ni mentar, valga la paradoja. Y lo hacemos especialmente con usted, paciente seguidor de estos renglones, porque es usted el receptor silencioso y expectante de las ideas que semanalmente quedan impresas en esta página.

Los firmantes, los que la compartimos y también la conformamos, somos lectores apasionados pero también ansiamos adentrarnos en el espacio de los otros no sólo para satisfacer la curiosidad, tan seductora como traviesa, sino para reflexionar, uno de los objetivos del artículo de opinión. Al captar nuestra atención nos llevamos el titular y algún que otro detalle para darle vueltas a lo largo del día motivando, por ejemplo, el desarrollo de un texto propio, como ha ocurrido varias veces, como ocurre con la hablilla de hoy. Hace unas semanas mi vecino de arriba reflexionaba sobre los niños y las maquinitas.

Con su lenguaje ágil y sencillo profundizó e hizo que profundizáramos en el presente de nuestro futuro, al parecer dominado por el golpeteo percutido por los pulgares. La verdad es que resulta realmente preocupante, sobre todo porque cada vez hay menos comunicación verbal. Dejando a un lado la calidez de la cercanía sustituida por la frialdad de la pantalla, es cierto que se trata de una maravilla y lo sería aún más si la adaptáramos a nosotros en lugar de rendirnos a su encanto digital del todo inevitable.

Si echamos la vista atrás, si le hacemos cosquillas a la memoria podemos oír sus carcajadas al recordar la que se armaba cuando se fundían los plomillos apenas había empezado a llover, cuando racionaban el agua o cuando faltaba durante varios días. Hoy estos episodios son impensables y efímeros porque si falta la luz el apagón dura unas horas y el agua fluye alegremente a menos que una rotura provoque el corte.

Los tiempos son otros y las necesidades también. Jamás pensamos que dependeríamos de una máquina y que una máquina que cabe en la mano nos manejaría la vida pero es así. Y se oyen comentarios de todo tipo como el de aquella madre que reunió a sus hijos por Navidad y se echó las manos a la cabeza al ver que se enviaban mensajes de texto porque los separaba un delgado, blanco y soso tabique. No podemos esquivar el futuro ni empeñarnos en vivir en el pasado porque lo único que conseguimos es idealizarlo.

Los tiempos pasados fueron felices porque éramos pequeños, porque vivíamos entre la ingenuidad y la inocencia. Hoy la infancia también es feliz porque procuramos que nuestros hijos lo sean y no podemos ignorar los adelantos. Nuestro trabajo es hacerles entender que son para utilizarlos adecuadamente y no para someternos ciegamente aunque se hayan hecho imprescindibles. No concebimos la vida sin maquinitas, como escribió mi vecino, pero tampoco podemos prescindir de la bombona de butano, la fregona, la televisión o Internet.

Y qué quiere que le diga, apreciado lector, a pesar de los trece años que han pasado aún no me acostumbro a leer este texto en la pantalla, aunque nazca, se desarrolle y lo firme en ella. Tampoco me acostumbro a leer en un e-book pero reconozco, entre sus ventajas, la comodidad. Y hablando de lectura, se dice que no leemos lo suficiente. Uno, no se sabe si ignorante o bromista, dijo que desde que tiene el “guasá” no para ni para tomarse una pastilla para el dolor de cabeza. Perplejo, estimado lector. ¿A que sí? Como yo.

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