Había una tira en el TBO de los años sesenta titulada “perplejidad”. Aparecía a pie de página, como si la historieta anterior hubiera encogido o le sobrara espacio por su brevedad. Compuesta por cuatro viñetas, el personaje acababa con interrogaciones en la cabeza o rodeado de pequeñas espirales reveladoras de su confusión. Más o menos así nos hemos quedado con el estudio publicado por unas cabezas pensantes en el que proponen suprimir la tarea escolar en casa.
Las razones son diversas pero concluyen en que no les ayudan a ser mejores estudiantes. Convenimos en que ciertas obligaciones, ciertas imposiciones no siempre se aceptan de buen grado y menos los niños que, como tales, piensan en jugar o en hacer lo que desean, como captar la atención para que se les lea o se juegue con ellos.
No hay más que ver cuánto trabajo les cuesta volver a clase tras las vacaciones de Navidad. Sólo piensan en los nuevos juguetes y más de uno ha tosido más de la cuenta para quedarse en casa. Resulta difícil convencerlos porque la educación no sólo consiste en que aprendan materias sino en el fomento del hábito de estudio y éste difícilmente puede llevarse a cabo sin la tarea.
Empieza por ella, por el rato dedicado a la lectura y sigue con la caligrafía, las primeras sumas, las restas, las tablas de multiplicar, el deletreo, la conjugación de los verbos, en fin, una sucesión que comienza en el aula, oyendo el rasgueo de la tiza en la pizarra, viendo las primeras manchas de tinta en el dedo pulgar, serie que sigue en casa, tras la merienda y la media hora de tele, con el nombre de tarea, cimiento de la responsabilidad.
Es la consecuencia que va ligada a su formación, pero el estudio de estos pensantes que navega por Internet se basa en su felicidad, en que van a recuperar la alegría si dejan de hacerla en casa. Parece que se trata de una tortura o algo parecido. La pregunta es qué harán en las horas que les dejan libres las actividades extra escolares.
Primero fueron las clases de idioma, a ellas se añadió el deporte o la danza según las preferencias, con las competiciones durante el fin de semana, actividades que compaginaban con la tarea. Si ahora se suprime para hacerles más felices, si se elimina porque no les aporta ningún beneficio –una de las conclusiones del estudio- no es de extrañar que con el paso de los cursos les cueste más habituarse a estudiar.
Hace unos años, con motivo de la preparación para la selectividad, un profesor recomendó a los padres que reunió y de manera general. que hablaran con sus hijos -con diecisiete años cumplidos- para incrementar las horas de estudio. La mayoría de ellos concluyeron en que era imposible mantenerlos sentados tanto tiempo delante de un libro. Ahí es nada.
Pero volviendo a los niños, con todo lo anterior la pregunta es si realmente van a ser más felices así, con los libros y los cuadernos encerrados en las entrañas del pupitre. La duda se impone en cuanto al beneficio posterior, aunque este estudio lo asegure tajante y positivamente. Los lectores, en cambio, los que crecimos con la tarea, los que deseábamos terminarla para ponernos a leer o a jugar, los que aprendimos aquello de la obligación y la devoción nos quedamos, seguimos, como el personajillo de la viñeta, vacilantes, confundidos, en una palabra, perplejos.