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Curioso Empedernido

Un extraño paseo

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Caminaba despacio, absorto en sus pensamientos sin tomar conciencia que ya había llegado un nuevo año, el 2010, ni reparar todo lo que el paisaje le regalaba, y que era como un recreo para la vista, casi un placer para los sentidos y un goce para todo el cuerpo, y además el se sentía un ser privilegiado por todo lo que podía imaginar. Se encontraba al lado del mar, empapándose de toda la salada claridad de ese cruce de mares y de caminos, mientras ensoñaba con otras cosas fuera de la realidad, transportándose en ocasiones a otros tiempos de su propia historia personal.
Pensaba, cuando de niño, de la mano de sus padres o de sus tíos y junto con sus hermanos se bañaba en aquellas playas. Todo era distinto, o al menos a él se lo parecía. No había una sola grúa, ni una sola chimenea y mirando el horizonte, creía que allí se terminaba el mundo. Sentía como si fuera hoy mismo segundo día de este invernal enero, la sensación de plenitud de esos paseos al filo de la bocana del puerto, cogidos de la mano de quien seguía siendo su mujer, pero cuando ahora en sus perdidas reflexiones miraba alredor suyo todo estaba lleno de humo, edificaciones y estructuras metálicas que no cesaban en su pertinaz movimiento y en su penetrante sonido, ni de noche, ni de día. Se decía así mismo , por aquello de conformarse y verle el lado positivo a la más agresiva de las situaciones, que era el tributo al desarrollo y al progreso, pero tras una breve parada , no encontraba razones , por mucho que se esforzará en justificar de que forma habíamos sido compensados por tanto relleno y tanto cemento. Había pasado el tiempo, se diría que había volado de forma rápida, sin apenas darnos un respiro para la holganza y la vida contemplativa, y el era ya un hombre maduro , con el cabello cano, y como diría Machado en su poema Soledades , “había navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. A lo largo de todos estos años, había tenido ocasión de comprobar la grandeza de lo pequeño y, en ocasiones, la insignificancia de lo grande. Había aprendido a relativizar las cosas , a no precipitarse , a no juzgar a las primeras de cambio y a darle tiempo al tiempo , descubriendo sin prisas pero sin pausas el valor y el equilibrio de la prudencia y de la templanza. En su tránsito, de un lado para otro, había conocido todo tipo de gentes, y cada día que transcurría, la experiencia le ofrecía un ejemplo de lo peligroso que resultaba esa permanente manía de intentar pontificar sobre todo y sobre todos, como si fuéramos los únicos poseedores de la verdad. Embebido en sus reflexiones, se cuestionaba como es posible que algunos sólo vean la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, y eran incapaces de admitir ningún error, como si fueran ridículamente infalibles, indiscutiblemente sabios, y el resto de la humanidad sólo unos torpes que no entienden ni saben de nada y que sólo se merecen lo que tienen. Paso a paso, continuaba haciéndose preguntas, y se interrogaba porqué donde existe mucho ruido y los tambores nos ensordecen con el eco de sus percusiones, sólo percibimos operaciones de distracción para que no reparemos en lo que debería merecer nuestra atención. Tampoco lograba comprender, como algunos poderosos, trataban de justificar lo que no tiene explicación, y no eran capaces de resolver lo que tendría una fácil solución. Sólo palabras en lugar de decisiones, sólo intenciones en lugar de trabajar. No acertaba a entender, porque para algunos lo que les interesaba era indiscutible e incuestionable, y todo lo demás constituía la sinfonía de las bagatelas, que no son objeto del más mínimo de los respetos. Esta ley del embudo, provocadora de la arbitrariedad y la injusticia, resultaba indignante que fuera admitida como la cosa más normal del mundo. De pronto había dejado de sentir en su rostro la brisa del mar, estaba ante la puerta de su casa introduciendo la llave en la cerradura. Aquel, había sido un extraño paseo.

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