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Pan y circo

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El sábado estuve atento a la televisión para ver los programas que se nos ofrecían por las cadenas más visitadas. A las dos de la madrugada, me percaté de que lo que quiere una buena parte de nuestra sociedad es pan y circo. El gran anfiteatro en que se ha convertido la televisión ha penetrado en las propias casas y permanece encendida todo el día.
Los mejores espacios están cubiertos con el capítulo de muertes, violencia, deportes, chismorreos de famosos y sexo. Muchas personas se ofrecen generosamente a intervenir en estos espacios con tal de coger el cheque, sufragar los caprichos y engancharse a la sopa boba. La sociedad "del bienestar" se satisface de esta manera, mientras los trabajos duros los hacen los inmigrantes y los obreros honestos que aún quedan y ganan los mil euros para sobrevivir.

Durante las conquistas romanas, los patricios ganaban enormes riquezas; millares de esclavos cultivaban sus campos; obreros esforzados trabajaban en la construcción levantando edificios y calzadas; los artesanos en sus talleres fabricaban carros y espadas, mientras los políticos discutían en el foro. Los ciudadanos humildes se empobrecían cada vez más y una parte del pueblo abandonó sus trabajos agrícolas y los oficios más duros. En plena decadencia del Imperio, el pueblo llegó a una clara conclusión, queremos pan y circo. El Senado repartía trigo y los optimates, regalos.
Los espectáculos circenses duraban desde la mañana a la noche. La gente se llevaba comida al anfiteatro y allí echaban el día viendo a los gladiadores luchando cuerpo a cuerpo, a las fieras devorando cristianos, a los deportistas corriendo sobre las cuadrigas y el pueblo ahíto de sangre. Daban un descanso de vez en cuando para ir a los vomitorios, a las letrinas y a estirar las piernas. De esta manera vivía el pueblo romano, completamente desocupado y perezoso, dejando las sanas costumbres y arrastrando una vida cada vez más sórdida, relajada e inactiva. Hoy, ante el anfiteatro televisivo, muchos pasan el día tragándose lo que le echen.
Llegan los inmigrantes germanos, llamados bárbaros, y ofrecen entrar en el Imperio para asumir sus trabajos y cultivar los campos. Monopolizan las tareas más difíciles, el manejo de las armas como soldados profesionales y viven en los límites de la periferia de las grandes urbes. Un día, todos de acuerdo, cayeron sobre las ciudades y acabaron con el Imperio mejor armado del mundo. Mientras tanto, los jóvenes romanos se fueron afeminando en sus costumbres y no sabían utilizar las manos ni la inteligencia.
Los romanos, anclados en las glorias del pasado, no quisieron recordar lo que habían enseñado sus pensadores, "la historia es la maestra de la vida." España parece querer recorrer las mismas calzadas romanas. Y el terrorismo se arma cada vez más. La crisis no ha sido suficiente para caer en la cuenta de que la educación, el trabajo y una mente sana en un cuerpo sano es el principio de la regeneración de un pueblo.

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