freud no fue un científico; fue un novelista. Parece ser que Breuer le dijo esto en la cara: “Nunca tuviste aptitudes de científico. Un poeta, un hombre de imaginación es más propio de ti. (…) Estás fascinado por lo que tú llamas la mente, no el cerebro, no el sistema nervioso; por esa cosa invisible e informe que los teólogos denominan alma”.
Todos los libros de Freud constituyen un magnífico exponente de la narrativa fantástica de finales del siglo XIX y principios del XX, dentro de una corriente estética en la que convergen el simbolismo y el expresionismo. En cuanto al aspecto genérico-temático, el predominio corresponde claramente a la ciencia-ficción, hábitat imaginativo en que el inverosímil doctor Freud desempeñó un eminente papel de precursor. Habría que precisar que, en ese amplio marco general, conviven varias modalidades categoriales como serían el relato detectivesco, el cuento gótico, la novela pastoril o la crónica de sucesos.
Por lo que respecta a la materia erótico-sexual, salta a la vista que se trata de un elemento al que se podría calificar de estructurante en relación a la delimitada base de género. En este sentido, la literatura freudiana se caracterizó, en su época, por un relativo y pasajero grado de escándalo, hasta que la praxis psicoanalítica se convirtió en una moda al alcance de cualquier contribuyente burgués con inquietudes morbosas.
Aquí encaja a la perfección el episodio de María Bonaparte (1882-1962), señora inequívocamente majareta, descendiente -como revela su apellido- del fundador de la casa imperial francesa (por la rama de Lucien), además de alteza real por su matrimonio con el príncipe Jorge de Grecia. En 1925, esta señora Bonaparte, presa de mil y una frustraciones y emotivamente desahuciada, corrió a postrarse a los pies de Freud para que le curara su mortal frigidez. La dama, de mediocre intelecto y mentalmente descompuesta, se transformó, de la noche a la mañana, en figura estelar del psicoanálisis de salón; hasta que, en la década del 50, y después de una polémica imposible, Jacques Lacan le hizo quedar, públicamente, como lo que era: una formidable necia.
Freud jamás llegó a entender la sexualidad humana. Sin embargo, tal vez esa misma incapacidad sufragó con abundancia su indiscutible energía como fabulador. A esto se agregaría el miedo a la nada, sentimiento que para “el sucio Freud” (‘schmutzige’: así le llamaban de chico sus compañeros del colegio) se traducía en el pánico a sentir un deseo sexual por su madre. La muerte como instinto de retorno al útero materno. De semejantes entelequias extrajo el impertinente curandero vienés una colosal rentabilidad artística.
El pansexualismo cosmológico condujo a Freud a formular su tesis de la vinculación trascendental entre el dinero y los excrementos. Freud había estudiado minuciosamente esa etapa en que los niños juegan con sus propias deposiciones: primero utilizó el término ‘Absonderungstoffe’ (desechos), para luego rectificar, en aras de una mayor transparencia, y quedarse con la voz ‘Scheisse’ (mierda), más íntima y familiar, por supuesto más vulgar, pero también más conmovedora.
Inconscientemente, Freud siempre piensa en un niño judío y en la parábola de los talentos, de la que se aprovechó el judío Jesucristo para hacer una pirueta. El dinero, en virtud de su naturaleza, llama al dinero, a la multiplicación del beneficio, a la institución de la banca. Es el capitalismo talmúdico: el terrible poder del Dios hebreo que protege los negocios de sus siervos. El sexo, que no es sino el discurso del sujeto deseante en la frontera de la muerte, fue concebido por Freud como un anodino instrumento de venganza bíblica.
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