Ya son varios artículos en los que he intentado rescatar del anonimato, del olvido involuntario y del desconocimiento pernicioso, a personajes que por su trayectoria, sus acciones, sus descubrimientos y, en fin, por su contribución a la modernidad, deberían estar por derecho propio en las páginas de todos los libros de historia.
Este es el caso de una de esas personas, completamente ignoradas, o quizás olvidadas, a las que en España no se les ha dado el lugar que les corresponde.
Cuantas y cuantas veces habremos ensalzado la figura de viajeros contumaces, siempre extranjeros, que han recorrido el mundo pasando calamidades, para comerciar, descubrir, o simplemente conocer otras tierras; muchos nombres nos vienen a la memoria, y casi seguro que a todos se nos ocurre en primer lugar el del viajero veneciano Marco Polo.
Otras veces ensalzamos la fe y la constancia de aquellos sacerdotes que marcharon a tierras lejanas para llevar la fe de la Iglesia, pero al personaje del que me propongo hablar, casi nadie ha ensalzado, casi nadie lo ha dado a conocer y nadie se ha preguntado por qué no aparece en ningún libro de historia.
Hace ya varios años el suplemento Crónica, del diario El Mundo, le dedicó un artículo, pero poco más se ha leído sobre él y si consultamos enciclopedias, podremos observar que no se le hace referencia, salvo de pasada, en una edición antigua del Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano.
El personaje que hoy sacamos a la luz, nació el año 1564 en el pueblo de Olmeda de las Cebollas, en la provincia de Madrid y muy cerca de Alcalá de Henares. Es posible que por ese nombre el municipio no sea conocido, pues en 1970 cambió su nombre por Olmeda de las Fuentes.
En el seno de una familia acomodada, vino al mundo Pedro Páez Jaramillo, el cual, desde muy joven dejó ver su vocación sacerdotal. Estudió en el colegio jesuita de la ciudad aragonesa de Belmonte del Río Perejil, la cual también cambió su nombre en honor de su más acreditado hijo, Baltasar Gracián y en 1985 pasó a denominarse Belmonte de Gracián y allí, el joven Páez, trabó amistad con uno de sus profesores que influiría decisivamente en su vida y que le recomendó que cursase estudios superiores en la universidad de Alcalá de Henares. Más tarde se trasladó a la universidad de Coimbra, en Portugal, en aquel momento anexionado a la corona española.
Con dieciocho años ingresó en la Compañía de Jesús y en 1588, ya ordenado sacerdote, salió de España para no regresar nunca más.
En aquellos tiempos el imperio español no conocía fronteras y salvo el acoso de los turcos otomanos que en el Mediterráneo se dedicaban al pillaje y a guerrear con las ciudades costeras, el poder de España, junto con Portugal, era ilimitado.
Dentro de las políticas de expansión, era necesario hacer alianzas con algunos países del Océano Índico, para hacer frente común contra los otomanos y en Etiopía, se había destacado una misión de jesuitas que iniciando la introducción por el camino de las conversiones, trababa de abrir brecha para posteriores alianzas.
Eso mismo hicieron los jesuitas en muchas otras partes del Pacífico, en donde llegaron hasta Japón, China, etc.
Obedeciendo a la llamada de la Compañía, Pedro Páez salió rumbo a Goa, la capital de lo que se llamaba la India Portuguesa.
Para situarnos un poco, esta ciudad está a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Bombay, en el Océano Índico.
En la actualidad, Goa es el estado más pequeño de los que conforman la nación India, pero con él ocurrió una circunstancia que también es curiosa y merece la pena resaltar.
Cuando la India accede a la independencia en 1947, Portugal seguía teniendo allí la colonia llamada India Portuguesa, que no cedió al proceso independentista, pero entre 1951 y 1964, la que ya se conocía como Unión India, fue ocupando aquellos territorios e incorporándolos a la Unión, aunque, curiosamente, Portugal no reconoció aquella anexión hasta que estalló la Revolución de los Claveles, en 1974, momento en el que hizo también lo propio con las otras colonias que aún conservaba, como Angola, Guinea Bissau, Cabo Verde y Mozambique, en casi todas las cuales estaba manteniendo enfrentamientos con los movimientos de liberación.
En Goa conoció Pedro a otro jesuita, el padre Antonio de Monserrat y tras preparar el viaje, emprendieron el camino hacia Etiopía, lugar al que se le había destinado, por decisión de la Compañía de Jesús.
No encontraron la manera de hacer un viaje directo y en el peregrinar que entonces suponían los viajes en barco, se dirigieron hacia el Estrecho de Ormuz que se encuentra en la Península Arábiga y es el que pone en comunicación el Golfo Pérsico con el Océano Índico.
Pero allí la suerte les fue adversa, pues engañados por un comerciante árabe, fueron venidos como esclavos a unos mercaderes turcos, con los que hubieron de recorrer gran parte del sur de la Península Arábiga, cruzando a pie el desierto de Rub’ Al Khalí, que en árabe quiere decir “El lugar vacío” y que es una de las mayores extensiones de arena que se conocen y hoy, el mayor y más productivo campo petrolífero del mundo.
Tras siete años de cautiverio, fueron rescatados y trasladados nuevamente a Goa, en donde su compañero, el padre Monserrat, falleció al poco tiempo.
Pedro Páez consiguió sobrevivir y contar su odisea particular de la que, aun careciendo de muchos datos sobre los sufrimientos en el tiempo que duró su cautividad, se sabe que caminaban aherrojados, con cadenas al cuello y en los pies y que por largas temporadas los tenían confinados en grutas bajo tierra, lugares extremadamente calurosos y oscuros.
Repuesto de tantas penalidades, Pedro Páez no olvidó cual era su meta y tan pronto como se encontró en condiciones de volver a viajar, lo hizo, esta vez, directamente hasta Etiopía. En 1603, vestido como un árabe se embarcó nuevamente con destino a Massawa, un importante puerto en la costa del Mar Rojo y que en la actualidad pertenece al estado de Eritrea, bastante al norte de la actual Etiopía.
Desde allí se trasladó hacia el sur, a una ciudad llamada Fremona que era la base de los misioneros católicos, sobre todo jesuitas, que cristianizaban la zona, para oponer un freno religioso al empuje del Islam, llevado por los otomanos y de la Iglesia Ortodoxa griega, de la que la mayoría etíope era fiel.
Fremona no existe en la actualidad; cuando se expulsaron a los misioneros en el año 1636, la ciudad fue abandonada y posteriormente arrasada, pero se cree que debía estar en las proximidades de la ciudad de Adwa, situada muy al norte de Etiopía.
Una vez en tierras etíopes, Páez, al que se le ha descrito como extremadamente inteligente, hábil con los idiomas, diplomático y capaz de convencer a cualquiera, trabó relación con el emperador etíope Za Dengel, que es conocido también como Asnaf Sagad II, el cual tuvo un reinado cortísimo, pues en 1604, un año después de ser nombrado emperador, murió en el campo de batalla, cuando guerreaba para apagar una rebelión de su pueblo encendida por sus detractores, al saberse que Pedro Páez lo había convertido al catolicismo, abandonando la Iglesia Ortodoxa Etíope.
Pedro Páez trató de convencer al emperador de que no hiciera público su cambio de credo, pero impaciente éste por promulgar su nueva fe, se apresuró, dando lugar a un levantamiento religioso que le costó la vida.
Este emperador, con ocasión de hallarse de viaje junto al jesuita, le dio a probar una extraña bebida que éste jamás había probado. Se trataba de un bebedizo hecho con agua hirviendo en la que se dejaban cocer unos granos triturados de fortísimo sabor. Páez fue, seguramente, el primer europeo que probó el café y que él lo definió no muy ventajosamente como un caldo hirviente, oscuro, de fuerte sabor que no le había permitido conciliar el sueño en muchas horas.
Tras la muerte de su amigo y protector, el misionero se volvió a Fremona, en donde esperó tiempos mejores que llegaron cuando accedió al trono Susinio Segued III, hecho ocurrido en 1607 y que llenó de satisfacción al jesuita, pues era persona a la que ya conocía y con la que conservaba buena relación.
Susinio regaló a Páez tierras en la zona central del país, a unos doscientos kilómetros al norte de Adis Abeba y en la que se encuentra un gran lago, conocido como Lago Tana. Este lago es el más grande de Etiopía. En la actualidad tiene unas treinta islas o islotes y su nivel ha bajado considerablemente en los últimos cuatrocientos años.
Parece este un detalle nimio, pero no es así. El misionero jesuita portugués Manuel de Almeida, hace una descripción del lago en el siglo XVI y dice que tenía veintiuna islas, de las que siete u ocho tenían monasterios, que con el paso del tiempo habían ido quedando muy reducidos.
Cuando Páez llegó a la zona, había muchas más islas, pero los monasterio estaban casi abandonados. Por esa razón, construyó una iglesia de piedra, al estilo de las construcciones religiosas de la Europa de aquellos tiempos, para que pudiese perdurar al paso del tiempo.
En el año 1618, en compañía de Segued III, Páez recorrió toda la región del Lago Tana, llegando a una zona en la orilla Sur, en donde el lago deja escapar parte de sus aguas, formando un río manso que sigue en dirección Sur por algunos kilómetros.
Al poco, el río se precipita en unas cataratas de extraordinaria belleza, y luego, tomando un giro hacia el Oeste, el río se enseñorea y aumenta su caudal, al recibir las aguas de otros ríos que le son deudos. Pocos kilómetros más tarde, inicia un recorrido hacia el Norte y sale del país. Cruza Sudán, país limítrofe con Etiopía y al mismo pie de su capital, Jartum, se une a otro río de similares características. Entre los dos forman el río Nilo.
El que recorrió Páez, el que nace en las cataratas de Tis Isat referidas anteriormente, después de haberse derramado del Lago Tana es el llamado Nilo Azul, el otro, el que se le une en Jartum, es el Nilo Blanco.
Juntos emprende el viaje más largo de cuantos ríos existen y es el único importante y caudaloso cuyo recorrido es de Sur a Norte.
Descubrir las fuentes del Nilo fue algo que obsesionó por igual a grandes hombres de la antigüedad. Los egipcios, los persas, los griegos y los romanos no consiguieron llegar más allá de donde los dos grandes ríos se unían y hasta ese punto, el griego Ptolomeo, consiguió dibujar un mapa bastante ajustado a la realidad.
Pero nadie pudo llegar a las fuentes del Nilo Azul y fue este jesuita quien lo hizo por primera vez, aunque ciento cincuenta y dos años más tarde, se atribuyó su descubrimiento a un viajero escocés jamado James Bruce, que en realidad lo que hizo fue redescubrirla.
En un único libro que escribió el jesuita, redactado en portugués y que no se ha publicado por primera vez hasta 1945, llamado Historia de Etiopía que nunca se ha traducido al español, su autor dice en relación con el descubrimiento de las fuentes del Nilo Azul: “Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver el rey Ciro, el gran Alejandro y Julio César.”
Es cierto que el manuscrito apareció a los trescientos años de su muerte, pero eso no es óbice para que hubiera despertado la curiosidad de la sociedad científica e intelectual de la época.
El veintidós de mayo de 1622, murió Pedro Páez Jaramillo y fue enterrado en la iglesia de piedra que el mismo había construido en las tierras que su amigo, el emperador Susino Segued III le regalara. Allí lo enterraron y allí quedó olvidado.
El Nilo Azul tiene un recorrido tan sumamente peligroso que hasta hace algo más de quince años no se ha podido recorrer enteramente.
Es hora de hacer un poco de justicia y rescatar del olvido a este personaje que, sin duda alguna, merece ocupar el lugar que le corresponde en las páginas de la Historia.
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