Hace escasos días fallecía Jaime de Armiñán, novelista, autor teatral, director de cine y, sobre todo, padre de Juncal, serie de trasfondo taurino retransmitida por TVE en el año 1989. Hoy en día, cierto es, parece utópico: una televisión pública liquidando su hacienda en la sangre derramada de los toros…
Muchas cosas han cambiado en España desde entonces: ¿a mejor?, ¿a peor? Aseguraría que esta piel de toro se está convirtiendo, progresivamente, en una honda herida elegíaca: involutiva en la educación en favor de la desvergüenza; desprovista de respeto, por la ruptura del principio de jerarquía; en lo humano, agonizante por el gobierno de la tecnología sobre la sensibilidad; etc.
Sin embargo, los que hemos visto Juncal sabemos que lo que anhela el pueblo español es la transmutación de lo que ocurre en el círculo mágico, esto es, en el ruedo. Añoramos lo que la serie televisiva nos muestra: la presencia de la verdad, ayer riquísima tertulia, hoy noticiero de novedades futbolísticas; la jerga castiza, en oposición a la conquista anglosajona del lenguaje; la identidad nacional, riqueza de costumbres seculares; en la taberna, cadenciosa conversación, desprovista de teléfonos móviles.
Así, ante este escaparate presente, duele ver esta sociedad hija del sector terciario, creciente en edificios inteligentes y desprovista del “beatus ille”. Ay, Búfalo, icono de una España en extinción, cuánto nos cuesta encontrarte, ejerciendo dichoso tu noble oficio de la artesanía, con las manos tintadas en betún y el cepillo resplandeciendo zapatos de Almansa.
Aún más, duele, querido lector y recordado Armiñán, legar a nuestros descendientes, día tras día, la aceptación asumida del tiempo perdido que, sin propósito de grandes logros, se nos escapa en esta época en la que la incompetencia y la incapacidad de reconocer las culpas es un recurso de moda.
Añoraremos infinitamente esta serie televisiva, y la seguiremos viendo con la certeza de que cualquier tiempo pasado fue mejor. A ella acudiremos para revivir la picaresca de Lazarillo, la complementariedad quijotesca de la existencia y el drama lorquiano, conscientes de que pocas otras obras pisarán estos terrenos.
Y me acuerdo de ti, querido amigo Salvador Santoro, cuando escribo estas líneas, pues siempre tu presencia me mostró los valores de Juncal. Aún recuerdo perfectamente tus ademanes tan hábiles de cuya inspiración no tenemos duda. A ti, este artículo, con la certeza de que cada vez será más complejo encontrar, “¡en er mundo!”, aquello que tú fuiste.