Este fin de semana, para aliviar tensiones, he terminado de leer ‘Freud, el crepúsculo de de un ídolo’, libro del filósofo francés Michel Onfray que trata de demostrar que el precursor del psicoanálisis inventó una pseudo-ciencia animado por su incontenible afán de fama y dinero (en el año 1925 cada sesión, según los cálculos de Onfray, alcanzaría hoy la cifra de 415 euros… y Freud aconsejaba cinco sesiones por semana); su vocación filosófica (la meta inicial, según confiesa el psiquiatra vienés a su amigo Fliess en una misiva que data de 1896) y su dolor existencial (cuyo temprano origen se sitúa en una familia judía desestructurada sobre la que pesaban todos los prejuicios de la época).
El juicio de Onfray, basado en la disección de la obra de Sigmud Freud y su abundante correspondencia, es categórico: mintió mucho, trató poco a sus pacientes (a quienes despreciaba, sobre todo si provenían de extracción obrera), y curó casi nada. Como corolario, criticó a marxistas y a socialdemócratas tachándolos de “magos revolucionarios”, pero rubricó dedicatorias para Mussolini.
“Toda filosofía es la concepción autobiográfica de su autor”, afirma Onfray, uno de los genuinos representantes de la nueva corriente hedonista, que sufrió en su infancia el abandono y desprecio de sus padres. Y prosigue: “El psicoanálisis constituye la exégesis del cuerpo de Freud, y nada más. Pero Freud afirma exactamente lo contrario: el psicoanálisis es exégesis de todos los cuerpos, salvo el suyo.” Quizás ahí encuentre explicación el famoso aserto de Freud sobre la resonancia fálica implícita en el acto de fumar, salvo cuando los cigarrillos se quemaban entre sus dedos.
Onfray enfatiza que el movimiento psicoanalítico se convirtió en una secta que depuraba sin piedad a sus miembros cuando no comulgaban con la ortodoxia del fundador, quien a la vejez, para asegurar las esencias, cedió el testigo a su hija menor, Anna.
Lésbica reprimida y adusta de carácter, Anna Freud psicoanalizó durante décadas a los hijos de su amante. Uno murió alcoholizado y la otra acabó suicidándose en la casa de Londres donde su padre había vivido en destierro sus últimos meses de vida. Ante las dudas que siembra Onfray, ¿qué grado de certeza podemos poner en la cura de la neurosis y otras patologías mentales mediante las técnicas psicoanalíticas?
Para empezar, es raro que hoy día los psicólogos tumben a los pacientes sobre un diván. Esa escenificación, típicamente freudiana, ha caído en desuso. Tampoco cobran tanto. Y desde sus momentos germinadores las teorías de Freud fueron contestadas incluso por sus discípulos, que defenestrados por la cúpula dominante propugnaron nuevos paradigmas: psicoanálisis culturalista, terapias cognitivas, gestálquicas…
Acercarse a la ingente obra escrita de Freud obliga a todo un ejercicio de prudencia. Algunos manuscritos (vg. ‘El malestar en la cultura’) dejan un poso enorme de pesadumbre y amargor: el mal arranca con el hombre mismo, pues vivir en sociedad implica represión de los instintos naturales. Para Freud el ser humano no tiene escapatoria. Está condenado a la neurosis y sólo puede aspirar a disminuir sus peligrosos efectos. Pero, cabe preguntar: ¿dónde hay que diagnosticar el mal? ¿En cada uno de nosotros o en las condiciones sociales de vida que nos son impuestas?
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