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¿El tiempo parece pasar más rápido cuando nos hacemos mayores? La ciencia habla

El investigador Adrian Bejan, profesor en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, ha lanzado una teoría fascinante

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  • Reloj.
  • Cuando somos niños, el mundo es un festival de novedades
  • La mente entra en un piloto automático, y la repetición constante de patrones hace que los meses y años parezcan una especie de bucle

Los días se funden con las semanas, los meses desaparecen en un abrir y cerrar de ojos y, cuando menos lo esperamos, otro año se ha ido. Esta sensación no es solo un efecto de la nostalgia ni una ilusión pasajera: tiene una explicación científica que nos hace cuestionar nuestra percepción de la realidad. El investigador Adrian Bejan, profesor en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, ha lanzado una teoría fascinante que nos revela por qué la vida parece acelerarse conforme envejecemos.

Según su estudio, la respuesta a este enigma no está en el reloj ni en el calendario, sino en el funcionamiento de nuestro cerebro. Lo que cambia no es el tiempo en sí, sino cómo lo percibimos. Y esta transformación está ligada, inevitablemente, al paso de los años.

Cuando somos niños, el mundo es un festival de novedades. Cada día trae experiencias frescas, lugares por descubrir y estímulos que nuestro cerebro absorbe con atención desbordante. Las horas parecen extenderse porque cada minuto está cargado de detalles: desde aprender a montar en bicicleta hasta el descubrimiento del aroma del verano. Sin embargo, conforme crecemos, la rutina se instala y las experiencias comienzan a repetirse. Los estímulos disminuyen y lo que antes era un terreno inexplorado se convierte en un paisaje conocido. De repente, los días dejan de ser una sucesión de momentos únicos y se transforman en una corriente monótona que fluye a toda velocidad.

La película ya nos suena

Bejan explica este fenómeno a través de su teoría constructal, un principio que estudia cómo los sistemas evolucionan para mejorar el flujo de información. En el caso de nuestro cerebro, con los años, su capacidad para procesar estímulos se optimiza, volviéndose más eficiente. Esta eficiencia, que parece una ventaja evolutiva, tiene una consecuencia inesperada: menos información nueva significa que percibimos el tiempo como más corto.

Imagina que estás viendo una película por primera vez. Estás completamente concentrado en cada escena, intentando procesar todo lo que ocurre. Ahora piensa en cómo te sientes al ver esa misma película por tercera o cuarta vez. El cerebro no necesita trabajar tanto porque ya conoce lo que sucederá, y, como resultado, el tiempo parece correr más rápido. Algo similar ocurre con nuestra percepción del mundo a medida que envejecemos: procesamos los estímulos con menos esfuerzo, y esa falta de novedad hace que las horas y los días se perciban más fugaces.

Además, nuestro cuerpo y sistema nervioso también juegan un papel crucial. Con el paso del tiempo, las conexiones neuronales pierden agilidad y eficiencia. El ojo, por ejemplo, tarda más en registrar estímulos visuales, y el cerebro demora un poco más en interpretarlos. Como resultado, nuestro reloj interno funciona de manera diferente: el tiempo subjetivo se acelera mientras el mundo exterior sigue su ritmo constante.

Pero esto no es todo. Bejan también señala que nuestra estructura social y estilo de vida amplifican esta sensación. La adultez suele estar marcada por rutinas: el trabajo, las responsabilidades, las obligaciones familiares. A medida que los días se vuelven predecibles, la mente entra en un piloto automático, y la repetición constante de patrones hace que los meses y años parezcan una especie de bucle sin fin.

La pregunta inevitable es: ¿podemos ralentizar esta percepción del tiempo? La respuesta parece ser un sí rotundo, pero exige que tomemos el control. La clave está en romper con la rutina y desafiar a nuestro cerebro con estímulos nuevos. Viajar a lugares desconocidos, aprender una nueva habilidad, probar un deporte diferente o sumergirnos en experiencias fuera de lo habitual son formas efectivas de “expandir” el tiempo percibido. Al hacerlo, forzamos a nuestro cerebro a prestar atención y a crear nuevos recuerdos, devolviéndonos esa sensación de asombro que define la niñez. Otra estrategia poderosa es vivir el presente.

En definitiva, el estudio de Adrian Bejan nos recuerda que, aunque no podemos detener el tiempo, sí podemos cambiar cómo lo vivimos. La percepción de que los años pasan volando no es una condena inevitable, sino una señal de que necesitamos reinventar nuestra relación con el mundo que nos rodea.

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