Durante años, el sistema Nutri-Score ha estado presente en los lineales de los supermercados como una promesa de transparencia alimentaria. Un código de colores y letras que, supuestamente, simplificaba la complejidad nutricional para ayudar al consumidor a elegir mejor. Sin embargo, hoy esa etiqueta colorida que pretendía ordenar el mundo de la alimentación procesada está a punto de desaparecer de la escena europea, no sin antes dejar un rastro de dudas, críticas y, sobre todo, desconfianza. Porque si algo ha demostrado el Nutri-Score en estos años es que simplificar lo complejo no siempre es sinónimo de mejorar la comprensión, y mucho menos de fomentar una alimentación saludable.
El Nutri-Score fue diseñado en Francia con la intención de clasificar los productos en una escala de la A (verde oscuro) a la E (rojo), en función de su perfil nutricional. Se suponía que esta herramienta facilitaría elecciones más saludables, pero en la práctica ha terminado favoreciendo a productos que, gracias a ciertos ajustes en su formulación, obtenían una buena calificación sin ser realmente saludables. Es el caso de cereales de desayuno cargados de edulcorantes o productos bajos en grasa pero ricos en aditivos. En cambio, alimentos reales, como un aceite de oliva virgen extra, recibían una calificación baja simplemente por su contenido graso, ignorando completamente su valor nutricional global y su rol en la dieta mediterránea.
Uno de los aspectos más alarmantes del sistema es su opacidad. El algoritmo detrás de la clasificación no es público en su totalidad, lo que impide una auditoría independiente. Los consumidores, que confían en esa etiqueta como una guía fiable, desconocen que los criterios utilizados para otorgar una A o una D a un producto pueden estar lejos de reflejar el consenso científico nutricional. Además, la posibilidad de que las industrias adapten sus productos para "engañar" al algoritmo convierte al Nutri-Score en un sistema vulnerable, fácilmente manipulable y, por tanto, poco ético.
La crítica más fuerte proviene precisamente de quienes mejor conocen el entramado agroalimentario europeo. María Naranjo Crespo, directora de la industria alimentaria, lo sintetizó con claridad en una reciente declaración: “Este controvertido índice creado con parámetros de alimentación muy alejados de la Dieta Mediterránea ha sido descartado como índice de referencia para la validación de la alimentación de la EU”. Su afirmación no solo expone la falta de alineación del Nutri-Score con el modelo alimentario mediterráneo, sino que también confirma el punto de quiebre institucional con respecto a su implementación a gran escala.
Lejos de generar consenso, el Nutri-Score ha creado una grieta entre los países europeos. Mientras Francia y Alemania apostaban por su implementación, España y otros países del sur mostraban sus reticencias. Y no es casual. En los países mediterráneos, donde la dieta tradicional incluye alimentos como quesos curados, embutidos artesanales o el propio aceite de oliva, el sistema resultaba especialmente injusto. Penalizaba productos con siglos de historia y valor cultural, en favor de versiones “light” que, si bien bajaban en sal o grasa, perdían toda conexión con la alimentación real.
En este contexto, no sorprende que recientemente el sistema Nutri-Score haya recibido lo que parece ser un golpe definitivo. La etiqueta de la discordia no será finalmente obligatoria en Europa. Tras años de debates, estudios contradictorios y una presión creciente por parte de expertos, consumidores y ciertos gobiernos, la Comisión Europea ha decidido no imponer el Nutri-Score como sistema único de etiquetado nutricional. La decisión marca un punto de inflexión en la política alimentaria europea y abre la puerta a un replanteamiento más profundo sobre cómo informar al consumidor sin caer en reduccionismos.
El Nutri-Score ha fracasado en lo más básico: educar. En lugar de empoderar al consumidor, ha terminado confundiendo más de lo que aclara. Ha creado la ilusión de que un alimento con etiqueta verde es automáticamente saludable, sin importar su nivel de procesamiento, su origen o su impacto ambiental. Se ha convertido, en muchos casos, en un recurso de marketing más que en una herramienta de salud pública. Y es que, en una era donde el etiquetado debería ayudarnos a reconectar con los alimentos de verdad, el Nutri-Score nos empuja a seguir eligiendo por impulso, guiados por colores y letras que no siempre representan lo mejor para nuestro cuerpo.
También hay que decirlo: el Nutri-Score ha sido funcional a una industria alimentaria que necesitaba lavarse la cara. Gracias a sus fórmulas internas, muchas marcas lograron reposicionar sus productos dentro de una narrativa de salud que no les corresponde. El riesgo de este tipo de etiquetado es que perpetúa la lógica de la nutrición reduccionista: aquella que cree que un alimento puede medirse solo por sus gramos de sal, azúcar o fibra, ignorando todo lo demás. Lo que queda fuera de esa ecuación es el contexto, el origen, la sostenibilidad, la frecuencia de consumo y el patrón dietético general. Reducir un alimento a un color es, además de peligroso, profundamente ingenuo.
Frente a este panorama, es urgente que Europa reoriente su estrategia de información nutricional. Se necesita un sistema que respete las diferencias culturales, que promueva la alimentación basada en productos frescos y de proximidad, y que no premie a la industria por reformular artificialmente sus productos. Necesitamos etiquetas que hablen del proceso, del origen, del impacto real en la salud, y no solo de cifras descontextualizadas.
Necesitamos educación nutricional en las escuelas, campañas públicas claras, y una regulación que proteja al consumidor de la desinformación maquillada de ciencia.
La caída del Nutri-Score debería servirnos como una oportunidad. Una oportunidad para dejar de simplificar lo complejo, para abandonar el paternalismo que subestima la inteligencia del consumidor, y para construir herramientas verdaderamente útiles, honestas y coherentes con una alimentación sostenible y saludable. La buena nutrición no se reduce a una letra, y el buen criterio no se compra en un supermercado.