Si siguiera al pie de la letra las predicciones de los agoreros mayas -los de pega, no los auténticos-, éste de hoy debería convertirse en mi artículo de despedida. En semejante posición extrema cabría preguntarse qué es lo más oportuno, si dejar a un lado lo políticamente correcto y desahogarme sin ambages de este
mondo cane, o proclamar un -por lo menos- convincente alegato acerca de la raza humana hasta apurar la opción definitiva del milagro redentor como consecuencia de un acto de contrición dirigido a no se sabe qué dios, materia o entelequia involucrada en nuestro propio destino.
Yo apostaría por esta última opción, entre otras cosas porque para la primera ya tenemos internet a diario, pero sobre todo porque seguimos siendo víctimas de nuestras dudas y contradicciones -dios, materia, entelequia-, o lo que es lo mismo, de nuestros miedos, los mismos que han alimentado ahora esta paranoia colectiva hasta provocar que la NASA haya tenido que anticipar la emisión de un vídeo -previsto para el día 22- en el que desmonta las teorías de cualquier tipo de apocalipsis inminente después de que se publicara que uno de cada cinco norteamericanos creía en la llegada del fin del mundo, como si fuese posible ponernos una fecha de caducidad exacta.
Porque los mayas sabrían mucho de astronomía, pero muy poco de fútbol, y la vida tiene mucho de partido de fútbol: sabemos que hay un tiempo limitado de juego, pero que el partido no acaba llegado el minuto 90 -incluso puede haber prórroga y partido de vuelta-, y que, si se trata de que te maten o acaben contigo, lo mismo con el primer cuarto de hora es suficiente; la cuestión es que siempre te cojan a traición, como les pasó a los dinosarurios -para mayor gloria de Monterroso y de Spielberg-, y aún así seguimos convencidos de la remontada.
Pero con fútbol o sin él, por encima de todo somos adictos -yo diría que casi profesionales- a alimentar miedos, algo que, por cierto, llevamos haciendo desde el principio de los días, aunque sea apoyados siempre en mensajes de salvación, unos más consistentes que otros. Los hay que confían en la llegada de una nave espacial que los recoja en la cima de una montaña, los hay que tienen suficiente con sobrevivir de un día para otro, y los hay que profesan su fe -la mayoría-, sean cristianos, judíos, musulmanes o budistas.
Como en
La vida de Pi, la clave está en preguntarse cuál de las opciones cubre mejor nuestras necesidades emocionales y qué es lo que nos lleva a creer en unas historias más que en otras, incluso en la existencia de Dios, sin materias ni entelequias de por medio que lo nublen todo.
Tal vez por eso mismo no queramos creer en un día del fin del mundo, pero sí en que cada día el fin del mundo se presenta para muchos de nosotros de muy diversas maneras, todas ellas dolorosas, desgarradoras e insalvables. ¿Acaso no lo fue este viernes para las familias de Newtown que vieron cómo les arrebataron las vidas de sus pequeños mientras se encontraban apaciblemente en la guardería?
¿Acaso no lo es para cualquier persona sometida a cualquier tipo de tortura? ¿Acaso no lo fue el temor diario a que a Reagan o Brézhnev les diera por apretar el botón rojo que accionaba sus misiles nucleares? ¿Acaso no lo es para nuestra sociedad la incesante aparición de corruptelas, mangantes, estafadores y trincantes, que han logrado que a Enrique Santos Discépolo se le quedase corto el siglo XX de su tango Cambalache?: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé... ¡En el quinientos seis, y en el dos mil también! Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue. El que no llora no mama, y el que no afana es un gil. Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”.
¿Acaso no suenan en nuestros hogares a fin del mundo -o del Estado del Bienestar, que viene a ser lo mismo- cada uno de los anuncios de recortes, subidas de impuestos, mensajes de pesimismo y sometimiento, y de ingresos millonarios a la banca, que nos llegan una y otra vez?
Una cosa sí hay que reconocerles a los mayas: si se levantaran ahora de sus tumbas solo encontrarían supervivientes.