Si comparamos los datos sobre riqueza y nivel de vida entre países de economías avanzadas, países de economías en desarrollo y países subdesarrollados, comprobamos que ese cuento que a veces tratan de vendernos sobre las bondades de los procesos de globalización es más bien un puro camelo.
La realidad es que dichos procesos, que se intensificaron durante el último cuarto del siglo XX y en los primeros años del actual siglo XXI, parecen haber beneficiado a los países de economías avanzadas y los países de economías en desarrollo, pero no han contribuido a mejorar la situación de la mayoría de los países más pobres.
Como sostiene Stiglitz, la globalización ha tenido un efecto menos positivo de lo esperado en los países de economías avanzadas, en los que en las últimas décadas los niveles de vida de sus poblaciones se han visto reducidos como consecuencia de la caída de salarios (para favorecer la competitividad de sus sistemas productivos en mercados cada vez más globales), la deslocalización de empresas y el incremento de los índices de desigualdad. Al tiempo que ha permitido una mejora relativa, y desde luego muy dispar, de los niveles de vidas en países del área de mercados emergentes y economías en desarrollo, a los que una mayor apertura de fronteras de los países más desarrollados (léase Norteamérica y Europa) y una mayor liberalización del comercio internacional les ha permitido experimentar un notable crecimiento.
En definitiva, los datos ponen de manifiesto que con la globalización a unos países les ha ido mucho mejor que a otros. Y pone de manifiesto igualmente que los países a los que mejor les ha ido son los de economías avanzadas y los de economías en desarrollo, aunque en menor medida. A pesar de la disminución de los indicadores de riqueza y nivel de vida que se ha venido registrando en los países más desarrollados. Lo que se explica porque, del mismo modo que la integración de los mercados, la interconexión y la interdependencia de las economías ha beneficiado a determinadas zonas del mundo en detrimento de otras, también en cada país ha sido más rentable para unos sectores de población en perjuicio de otros, aumentando –salvo excepciones– las desigualdades.
El hecho de que sean los países más desarrollados los mejor parados con el fenómeno de la globalización no es producto de la casualidad. Ni lo es tampoco el hecho de que dentro de estos países sea una élite de la población la que obtiene las mayores recompensas. Son el resultado de decisiones políticas y económicas adoptadas a sabiendas desde los gobiernos de los estados que se erigen en principales potencias internacionales y de las decisiones políticas y económicas que, al amparo de dichos gobiernos, toman organismos multilaterales, transnacionales y supraestatales, obedeciendo casi siempre a los intereses de las grandes empresas multinacionales y los grandes poderes financieros.
Hay quien ha dicho o escrito, y no sin razón ni fundamento, que más que globalización lo que ha ocurrido y está ocurriendo en el planeta es un proceso de “occidentalización”. Puesto que es desde Occidente desde donde se dirige y se marcan las reglas. Y es desde Occidente desde donde se impone también, o se pretende imponer, al resto del orbe, instituciones, prácticas, costumbres, modelos culturales, valores, etc. Así que no es de extrañar que, al mismo tiempo que se han intensificado las fuerzas que promueven la integración, la interconexión y la interdependencia entre países y regiones, se hayan originado movimientos de reacción que reivindican el respeto a las identidades locales y la diversidad frente a la homogeneidad y denuncian los males que el colonialismo occidental de nuevo cuño provoca.
http://www.jaortega.es