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La tribuna de Viva Sevilla

Manuel Olivencia

Toreó en todas las plazas del saber y del buen hacer y no se le resistió ninguna “puerta grande”

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Ante este profesor recientemente desaparecido entra uno en escena casi de puntillas, porque los de Empresariales de la Complutense no tuvimos la suerte de ser alumnos de don Manuel, como siguieron llamándole quienes compartieron con él ciencia jurídica, respeto y amistad con el telón de fondo de las aulas universitarias de Madrid y de Sevilla. Porque yo le conocí, si me permiten la expresión, “en la calle”, cuando era presidente de la Sociedad para el Desarrollo Industrial de Andalucía (Sodian) y un servidor desempeñaba las tareas de subdirector general de Recursos Financieros en aquel breve Ministerio de Planificación del Desarrollo.

Coincidimos después en el Consejo de Administración de la Sociedad Estatal de Ejecución de Programas Conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, y a propuesta suya, siendo ya él comisario general, fui designado, en 1985, director general de esta sociedad, ya encargada por entonces específicamente de la organización de la Exposición Universal de 1992. Desde entonces y hasta julio de 1991 compartimos el pan y la sal de esta ilusión, a la que hoy tanto deben Sevilla y Andalucía. Y por aquellas calendas tuve el honor de conocer y admirar a su esposa, Hannetraud Brugger. Nunca mejor aplicado aquello de “cherchez la femme”, por supuesto en alemán.

No es fácil, o quizás sea más exacto decir que es imposible reflejar aquí y ahora la mera relación de circunstancias, cargos y méritos que forman la parte más visible de los datos biográficos de este rondeño universal. Baste el símil taurino, tan acorde con la aureola de su patria chica, para afirmar que toreó en todas las plazas del saber y del buen hacer y que no se le resistió ninguna “puerta grande”. Alguna vez quisimos poner en versos tan familiares para él como la espinela y con el desenfado de la mejor amistad, este poliédrico recorrido de su fecunda vida, centrándolo en su actuación espléndida ante el Bureau Internacional de Exposiciones de París, el BIE, organismo encargado de estos grandes eventos: Por Subsecretario, Usía; por Canciller, Excelencia, y profesor Olivencia en campos de Abogacía. Llevó la Comisaría con elegancia y con tino; y del BIE parisino hasta el Quinto Centenario ¡dicen que fue un Comisario como la copa de un pino!

Tanta actividad, unida a la profesional como abogado en su prestigioso bufete, le valieron innumerables condecoraciones y distinciones. Pero volvamos a lo esencial: don Manuel Olivencia Ruiz, como el presidente italiano Pertini -la referencia la aprendí de él en su pregón del centenario de la Trinidad- debía muchos de sus valores al hecho de haber sido antiguo alumno salesiano.  Por eso, junto a la glosa de su inteligencia, de su buen hacer y de sus muchos logros en tantos campos, quisiera aquilatar aquí y ahora sus méritos con la medida de la “salesianidad”. Formar “buenos cristianos y honrados ciudadanos” era el propósito de Don Bosco.

Un botón de muestra, sin entrar en la intimidad del creyente -“cuya fe sólo Dios conoce”- puede serlo el texto de la tarjeta con la que se adhirió a la bienvenida a Su Santidad el Papa, en tiempos borrascosos, siguiendo la iniciativa de, entre otros, Eugenio Nasarre y ante la campaña difamatoria orquestada: “Querido Ignacio: Todos los asistentes a la tertulia de El Coliseo han firmado hoy la carta a S.S. el Papa, que tuviste la amabilidad de enviarme y te agradezco. ¡Queda con Dios! Un Abrazo, MANOLO”.  

Sí queremos remarcar aquí, por el valor de esta virtud en los tiempos que corren, la probada honradez de quien durante más de cincuenta años ocupó el escaparate de la cosa pública, siendo siempre modelo de coherencia entre sus pensamientos, sus palabras y sus obras. Y una virtud “salesiana” que este antiguo alumno practicó con profusión: la alegría. En el fondo y en la forma. Y su magnífico sentido del humor.  Pero dadas mis limitaciones y el orgullo de compartir con él la experiencia salesiana me quedo con el denominador común de toda su vida: haber sido en el mejor y más completo sentido de la palabra y para ejemplo de todos “un honrado ciudadano”.

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