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Eutopía

El pulso entre verdugos

La realidad se nos presenta como un escaparate en el que no se nos apetece detenernos. Se entremezclan sentimientos contradictorios

Publicado: 05/03/2018 ·
11:35
· Actualizado: 05/03/2018 · 11:35
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Autor

Belén Ríos Vizcaíno

Belén Ríos es trabajadora Social. Profesora de la Universidad de Huelva.

Eutopía

Activista Feminista. Compañera partícipe de la Defensa de los Derechos Humanos y Movimientos LGTBIQ

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La realidad se nos presenta como un escaparate en el que no se nos apetece detenernos. Se entremezclan sentimientos contradictorios y eso nos produce una sensación incómoda que nos solicita una actitud, una opción donde ubicarnos. Ante las presiones sociales, podemos optar por obedecerlas sin escanearlas por nuestra escala de valores; ignorar cualquier diatriba reflexiva, o por el contrario, enfrentarnos a una permanente dialéctica, donde debemos esforzarnos por salvaguardar la ética. ¿Dónde situarnos ante la Pena de Muerte? Por ejemplo, y desgraciadamente, frente al terrorismo machista (ese que azota a mujeres y menores) nos debatimos constantemente, por un lado, frente a la monstruosidad que supone sesgar la vida de seres humanos, o por otro, las conclusiones de los múltiples discursos contra las ejecuciones a manos de los Estados o la denominada “pena capital”. En 2001, se celebró en Estrasburgo el Primer Congreso Mundial que abordó esta temática. Lanzó al mundo una Declaración, que la consideraba oficialmente “como el triunfo de la venganza sobre la justicia, violando el primer derecho de todo ser humano: el derecho a la vida”. La Pena de muerte “nunca ha disuadido el crimen” siendo un “acto de tortura y el último trato cruel, inhumano y degradante” que promueve y “anima simbólicamente a la violencia”. Entre la bipolaridad posicional, siempre caben alternativas. Es difícil obtener la reeducación y reinserción social cuando la persona y/o el entorno no es partícipe del proceso de cambio. La Pena de Muerte no debe ser nunca la vía de escape del sistema, porque éste mismo se convierte en un ente sanguinario. De todos los países defensores de la misma, tenemos constancia de sus graves errores, de las lagunas en los procedimientos y de los férreos radicalismos ideológicos que arrancan el valor fundamental de la vida con un breve chasquido de dedos. Recuerdo que después de visionar la película ‘Dead man walking’ interpretada magistralmente por Susan Sarandon y Sean Penn, equilibré mi posicionamiento, añadiéndole una dosis mayor de humanismo. El libro en el que se basa, escrito por la religiosa Helen Prevean, es un reconstituyente moral que nos introduce “en el mundo más complejo y controvertido de nuestros días [...] Hay mucho dolor. Para empezar hay crímenes que desafían los límites de lo descriptible, con la consiguiente ira, horror, sufrimiento y terrible ambivalencia”. Pero aunque sea un porcentaje ínfimo, la transformación es posible. Las oportunidades, los recursos… ante estos casos deben de seguir brindándose. Recordemos que un contexto socioeconómico deprimido llega a convertirse en un caldo de cultivo de pobreza, exclusión y marginación. Con una vertiginosa sencillez describe Helen P. las consecuencias lesivas de destruir la creación de empleo, los sistemas públicos de protección, las prestaciones y servicios: “A medida que las ayudas sociales se ven recortadas, aumenta la construcción de cárceles”. La justicia no debe ser sinónimo de represalia arbitraria, pero sí de instrumento garante del cumplimiento íntegro de las medidas sancionadoras en los casos más extremos y de indudable irreversibilidad. Creo que la Pena de Muerte es un pulso entre verdugos, un semillero de víctimas que desola toda posibilidad de reconversión y reconciliación humana. 

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