Siempre he sentido una gran atracción por los nombre extraños que tienen algunas cosas y entre ellos, los de las guerras. Todos conocemos batallas famosas, que solían pasar a la historia por el nombre del lugar en el que se produjeron, como la Batalla de Trafalgar, la de Bailén, Las Navas de Tolosa, o más recientemente la de Brunete o la de Stalingrado; eso es lo normal.
Pero con las guerras no ha ocurrido lo mismo. Normalmente su nombre viene de la circunstancia que la ha provocado y por eso se han dado algunas contienda como La Guerra del Opio, la del Te, o la de la Oreja de Jenkins, cuyos nombres son de lo más divertido, pero sin lugar a dudas, el nombre más original de una guerra, es el que da título a este artículo.
La Guerra de los Pasteles que se libró en los años 1838 y 1839, tuvo lugar entre Méjico y Francia y es tan desconocida como intrascendente, si no fuera porque supone para España un hecho constatable: después de cuatro siglos de dominio español en el continente Americano, nuestra hegemonía es sustituida por las de otras potencias europeas, sobre todo Inglaterra y Francia.
Francia y Méjico tenían firmado una especie de convenio o acuerdo llamado Declaraciones Provisionales que sentaba las bases para la normalización de unas relaciones diplomáticas tras la independencia del país azteca. Unos disturbios habidos en Méjico, supusieron daños para ciudadanos franceses afincados en las tierras del Nuevo Mundo, por lo que Francia exigió el pago de unas indemnizaciones altísimas, que Méjico no estaba dispuesto a pagar.
Francia exigió el cumplimiento de lo estipulado en las Declaraciones Provisionales y Méjico pretendió hacerse el sordo.
Para centrar mejor el tema es necesario retroceder un poco en el tiempo y marcharnos a un momento realmente complicado de la historia de aquel inmenso país y que supuso la pérdida de una parte muy importante de su territorio.
Desde tiempo antes, muchos colonos norteamericanos se habían ido asentando en un extenso territorio que se llamaba Tejas y que estaba al norte del Río Grande. Ese territorio pertenecía a Méjico, pero con la ayuda de los incipientes Estados Unidos de Norteamérica, aquellos colonos iniciaron un movimiento emancipador.
Para salvar la situación, fue llamado el militar más prestigioso de Méjico: El general Antonio López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, el cual reunió un ejército poderoso que marchó hacia el norte, enfrentándose a los colonos tejanos, a los que derrotó en algunas fulgurantes batallas.
Lo más conocido de esa campaña fue la toma del fuerte de El Álamo, acción heroica de un puñado de colonos norteamericanos que opusieron una resistencia férrea al poderoso ejército mejicano y que fue inmortalizada por el cine en una famosa película del año 1960 que dirigió el mítico John Wayne, que también hacía de protagonista junto a Richard Widmark y un largo reparto estelar. La cinta fue tan famosa por sus valores cinematográficos como por su música, compuesta por Dimitri Tiomkim que fue nominado al Oscar por ese trabajo y de entre su bellísima banda sonora destaca la canción The Green Leaves of Summer.
El feroz asedio y la resistencia numantina de aquellos bravos colonos, ha valido para colocar La Batalla de El Álamo en los libros de historia. Entre el 23 de febrero y el 6 de marzo de 1836, en que se produce el asalto final, murieron todos los defensores y los pocos que quedaron vivos, malheridos, hambrientos y agotados, fueron pasados a cuchillo por el ejército mejicano.
Luego de esta importante batalla, que no sirvió para otra cosa que envalentonar al general, Santa Anna marchó en busca de algunas columnas de insurrectos que mandaba un Samuel Houston, personaje que dio nombre a la capital del actual Estado de Tejas.
En algunas escaramuzas, el aristocrático general, salió victorioso y, quizás, minusvalorando a su adversario, quizás poseído por la gloria de sus victorias, se quedó a esperar refuerzos junto al río San Jacinto.
Allí fue sorprendido y vencido en veinte minutos por el ejército insurgente, hecho prisionero y obligado a claudicar ante los rebeldes, los cuales alcanzaron la independencia del territorio que se llamó Estado de Tejas y que era conocido como "El de la Estrella Solitaria".
Esto produjo graves revueltas en Méjico que no entendía cómo un país de cinco millones de kilómetros cuadrados era derrotado por unos desarrapados sin organización y además infligiendo una derrota tan humillante.
Es de significar que, en esos momentos, Méjico llega desde lo que actualmente sería el Estado de California, Arizona, Nuevo Méjico, y Tejas, por el norte, hasta el Istmo de Panamá, por el sur: un país inmenso, derrotado por un puñado de colonos apenas organizados.
Santa Anna sufre una de las mayores afrentas de su vida militar, la cual está jalonada de tantas otras que se le conoce despectivamente como "El héroe de catorce derrotas".
Pues bien, con este escenario, se producen las algaradas callejeras de las que resultan perjudicados todos los extranjeros asentados en el territorio mejicano, a los que se ven con los mismos ojos de sospecha que a los colonos del norte.
Los ciudadanos franceses perjudicados, los cuales parece que conformaban la mayoría de los extranjeros afincados en el país, se dirigen a París para que se les protejan sus derechos y realizan una relación interminable de los daños sufridos, los cuales alcanzan cierto grado de alarma en la capital francesa.
La realidad era muy otra, pero el momento propicio y así, de entre los damnificados por las extraordinarias pérdidas hubo un pastelero de la Tucubaya, llamado monsieur Remontel, cuya solicitud de indemnización fue mucho más allá de lo que Méjico estaba dispuesto a pagar.
Decía este buen señor que unos oficiales del ejército de Santa Anna se colaron un día por su negocio y se comieron unos pasteles, que luego no le pagaron y que por dichas pérdidas solicitaba una compensación económica de sesenta mil pesos.
El cambio del peso por euros, en aquel momento, se escapa a mis conocimientos, pero por muy barato que estuviese, sesenta mil pesos, me parece una cantidad desorbitada para cubrir los perjuicios de una merendola de oficiales que se marchan sin pagar.
Esa circunstancia es aprovechada por Francia que se recupera de la crisis internacional a la que le ha llevado la debacle de Napoleón y presiona al gobierno Mejicano, que hace oídos sordos.
El embajador francés ante el gobierno mejicano que preside Anastasio Bustamante es un experimentado diplomático: el Barón Daffaudis, el cual, cuando se produce la independencia de Méjico, se apresura a que Francia reconozca al nuevo estado, a cambio de firmar unos acuerdos comerciales muy ventajosos, de los que se habló más arriba.
Pero los favores ya están pagados, o eso al menos es lo que se considera en Méjico y no se aceptan las exigencias galas.
El embajador francés, regresa a Europa a recibir instrucciones y vuelve al Nuevo Mundo acompañado por una flota de diez barcos de guerra, al mando del Almirante Bazoche.
La flota francesa hace acto de presencia en el Golfo de Méjico y recala frente a Veracruz, desde donde Daffaudis lanza un ultimátum al gobierno mejicano que vence el 15 de abril de 1838, sin que el presidente Bustamante se haya dignado siquiera hablar con el gabacho.
Al día siguiente, se pone en asedio a varias ciudades, entre ellas Veracruz, en la que reside el desafortunado general artífice de la estrepitosa derrota.
Desde los barcos de guerra franceses se bombardean ciudades, se interceptan naves comerciales mejicanas y se expolia todo lo que se puede, cerrando todo el Golfo a la posibilidad de realizar comercio con el exterior que permanece totalmente bloqueado durante ocho meses.
Pero el gobierno mejicano no cede y en el mes de octubre, viendo que el bloqueo se prolonga más de la cuenta, el gobierno francés envía otras veinte naves de guerra, al mando del contralmirante Charles Baudin, nombrado Ministro Plenipotenciario con capacidad para entablar negociaciones con el gobierno de Bustamante.
El 27 de noviembre de aquel año de 1838, viendo que no se conseguía negociar ningún acuerdo con el gobierno mejicano, la flota francesa empieza a cañonear el fuerte de San Juan de Ulúa que construyeran los hombres de Hernán Cortés en 1519.
Ante el asedio, la ciudad de Veracruz capitula, pero Bustamante está decidido a no claudicar ante las exigencias injustificadas de los franceses y reprueba la capitulación. Tres días después, Méjico declara la guerra a Francia y el presidente llama al General Santa Anna para que se haga cargo del ejército que ha de enfrentarse a los franceses.
Éstos, desembarcan una columna de mil soldados y artillería e inician la invasión de tierra firme, en donde Santa Anna les hace frente, consiguiendo devolverlos hasta el puerto de Veracruz, pero los franceses hacen una férrea resistencia.
En los combates, Santa Anna resulta herido en una pierna y maltrecho y agobiado por el fuego que desde la flota se hacía sobre su ejército, se retiró hacia el interior del continente.
Pero la situación, que sin mucho dudarlo, se hubiese resuelto favorablemente a los intereses franceses, dan un giro paulatino, cuando otras potencias europeas ven que aquella guerra puede llevar a Francia a ejercer una gran hegemonía en la zona si conseguía salir victoriosa, pero, además, los meses en que los puertos del Golfo de Méjico llevaban cerrados, estaba perjudicando notablemente sus balanzas comerciales.
En ese momento Inglaterra es el país más perjudicado y esa situación no es sostenible por más tiempo, así que, sin que nadie le llame, la marina británica, con toda la Flota de las Indias Occidentales, muy superior a la francesa, y al mando de Sir Richard Pakenham hace acto de presencia en el escenario del conflicto y se ofrece a actuar de mediador.
En realidad tiene órdenes de obligar a los franceses a retirarse, si es que por un casual, no aceptaran su mediación.
Los mejicanos, quizás un país bisoño y sin experiencia diplomática no saben valorar bien esa intervención mediadora y piensan que si no aceptan una negociación, hayan de vérsela quizás contra las dos potencias extranjeras,así que acceden a sentarse frente a los agresores galos y negociar la paz.
Por presión Británica, Francia renuncia a indemnizaciones por la guerra que ellos mismos habían provocado y el 9 de marzo de 1839 firman la paz. Se conforman con seiscientos mil pesos de indemnización y se olvidan de las Declaraciones Provisionales.
Méjico acepta pagarlos y se olvida de las concesiones de derechos futuros para los extranjeros asentados en su territorio.
Así, por unos pasteles, valorados como si fueran de oro a tenor de las últimas cifras en que se concretan las indemnizaciones, dos países se enfrentaron en una guerra costosísima, en recursos y en vidas humanas.
Como siempre, la estupidez humana es la que mejor asesora a los humanos estúpidos.
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