Hace un año todo era extraño. El estado de alarma, el confinamiento, la avalancha de números en cada telediario, los aplausos, el silencio, la soledad. Hasta entonces todos estábamos inmersos en la inercia a la que el ritmo de la vida nos ha ido acostumbrando. Sin embargo, aquel 14 de marzo todo se frenó en seco y la vida cambió de golpe. Aunque no sabíamos cuánto llegaría a cambiarnos. Mientras los casos no paraban de crecer por todo el país, lo cierto es que Cádiz se mantuvo con unos datos muy bajos, pocos contagios, pocos pacientes en UCI, escasos decesos. La primera ola pasó por la ciudad con poca fuerza. O quizás pasara de manera leve o asintomática.
“El día que decretaron el estado de alarma me encontraba de viaje fuera de España, aunque regresaba a Cádiz ese mismo domingo. Ese día, mientras volaba de regreso, sentí un fuerte dolor de cabeza, aunque lo achaqué al madrugón y el propio estrés de la situación”. Ana Rodríguez volvía a la ciudad el 15 de marzo después de un viaje de trabajo. Comenzó a sentirse cansada, con mareos y destemplanda a los pocos días. “Sentía un dolor constante en la cabeza, mal cuerpo... pero pensé que quizá solo sería un resfriado”. Su pareja también comenzó a sentirse mal, con fiebre, diarrea y llegó el síntoma más esclarecedor: la pérdida del gusto y el olfato. “Llevábamos apenas dos semanas desde que decretaron el estado de alarma, confinados, y lo único que podíamos hacer era llamar a un teléfono al que no respondían”, nos cuenta.
Finalmente consiguieron hablar con su médico de cabecera por teléfono. “Al contarle los síntomas y explicar que había estado de viaje, nos dijeron que tomásemos paracetamol para la fiebre y el dolor y que no saliésemos de casa para nada”. En su baja médica figuraba como diagnóstico “Contacto y (sospecha de) exposición a otras enfermedades víricas transmisibles”. Pero nada de covid, no hubo test ni un seguimiento posterior. Padecer síntomas entre marzo y mayo del año pasado resultaba poco rastreable.
Cuando llegó el confinamiento hace un año, Francisco Porras dejó de acudir a su puesto de trabajo en el centro de día de Alzheimer de San Fernando. Mientras la residencia seguía funcionando la estancia diurna, donde él es monitor, tuvo que dejar de ofrecer sus servicios. No fue hasta el mes de julio cuando se volvió a incorporar. Aunque al comenzar el verano los datos se mantuvieron más o menos estables, aún estaba por llegar la segunda ola.
La situación en el centro ha sido muy mala, porque hubo un gran brote. Empezó en estancia diurna, a finales de año, y en enero aumentaron los casos en la residencia”, nos comenta. Cabe recordar que el centro de día de Alzheimer (AFA Vitae) se vio obligado a cerrar temporalmente tras confirmarse el positivo por Covid-19 de una de sus usuarias en los últimos días del pasado año. Fue entonces cuando Francisco se contagió.
Reconoce no haber sentido miedo en ningún momento, a pesar de haber estado trabajando en primera línea. Pero el 4 de enero, tras realizarle un test de antígenos, dio positivo. “Ahí sentí más bien preocupación por mi familia, por mi madre sobre todo que es mayor”. Sin embargo él se mantuvo tranquilo, “básicamente porque no tenía síntomas; aunque nunca sabes cómo puede evolucionar”, relata.
Para él las consecuencias del covid fueron más psicológicas que físicas. Y es que permaneció tres semanas aislado en su habitación. “Eso fue lo más duro, porque además no dejaba de dar positivo; estuve más de 20 días sin recibir el alta y cuando al fin el médico me dijo que podía salir con precaución yo seguía sin fiarme, así que me quedé unos días más en casa”.
Carmen Romero no se contagió trabajando. De hecho lleva un año sin hacerlo, ya que trabajaba en la cafetería del IES Fernando Aguilar Quignon donde no ha vuelto a incorporarse por las restricciones sanitarias. El covid llegó a su casa con uno de sus hijos. Corría el mes de octubre. Después de eso todos los miembros de la familia fueron cayendo uno a uno.
“Yo estuve mal durante tres días, sin poder salir de la cama. Tenía mucho vértigo y vómitos, con la sensación de estar en un barco con mucho oleaje”. Pero ni rastro de tos, fiebre, ni pérdida del gusto o el olfato. Su hijo sí que lo perdió. De hecho fue el síntoma clave para que acudiera a que le hicieran la PCR después de varios días pensando que lo que tenía era faringitis. Después Carmen y sus dos hijas también dieron positivo. “Como ellos tuvieron síntomas muy leves y estaban fuera de peligro, lo cierto es que me alegré de que lo pasáramos todos a la vez estando juntos”.
No fue tan fácil para Andrés Romero. “Lo primero que sentí fue cansancio y mareo a la hora de levantarme por la mañana”. Durante ese fin de semana no pensó que el agotamiento fuera provocado por el virus. “Pero el lunes cuando fui a trabajar me di cuenta de que me costaba mucho hacer cualquier cosa, porque me cansaba”, relata. Aguantó su turno de mañana pero al salir fue directo al ambulatorio. “De allí me mandaron directamente a urgencias y me ingresaron con principio de neumonía”.
Andrés llegó al hospital Puerta del Mar con mucha dificultad para respirar. “Sin embargo reaccioné bien al tratamiento y al día siguiente ya me encontraba mejor y fui evolucionando en los primeros días”. En menos de una semana ya se había recuperado pero seguía dando positivo, lo que alargó su estancia en el centro, donde permaneció once días. Después siguió el tratamiento en casa durante diez días más.
“El día que llegué lo pasé regular, porque daba dos pasos y me faltaba el aire”. Después de un par de días con oxígeno y tratamiento intravenoso consiguió volver a sentirse bien. Destaca el trato que recibió por parte del personal sanitario. “Son unos fenómenos, siempre pendientes”.
Aunque reconoce haberle tenido siempre “respeto” a la enfermedad, confiesa que la experiencia en el hospital le ha marcado. “Sobre todo porque hay gente que se lo toma como una tontería y si se diera una vuelta por el hospital y lo viviera en primera persona seguro que no pensaría lo mismo”.