Desde que era muy pequeño, una de las atracciones feriales que más me llamaba la atención era el tren de los escobazos , que con el tiempo, las tecnologías y los efectos especiales, se fue transformando en el del terror, en el que a lo largo del tenebroso recorrido intentaban sorprenderte y provocarte miedo y pánico con toda clase artefactos desagradables.
Recuerdo también de aquellos tiempos de la infancia, esos ferrocarriles con sus asientos de madera o ligeramente enguatados de cuero o terciopelo, según fuera la categoría del billete adquirido. Lo que sí nos igualaba a todos era la monótona lentitud de la marcha, que nos hacía sentir que nuestro destino estaba cada vez más lejos.
Pero el tiempo y la modernidad nos trajeron la alta velocidad, no a nuestra comarca, y con el AVE nos situamos, sin apenas espera, en el centro de las grandes ciudades, con todo tipo de atenciones y comodidades, y en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo hoy no es de ese tipo de estos trenes de los que deseo hablarles, sino de algunos funcionarios de la Administración local; que no pasa por el mejor de sus momentos económicos; que han superado velocidades supersónicas y que se las ingeniado para convertirse en “imprescindibles” para el servicio de la comunidad.
Que ningún mal pensado elucubre, especule o intente hacer averiguaciones colocando nombre y rostro a mis palabras , ya que no me refiero a ningún ayuntamiento en concreto, aunque probablemente podría ser de aplicación a muchos de ellos, de todos los signos y colores políticos.
A lo largo y ancho de mis observaciones y anotaciones en el cuaderno de bitácora municipal, he conocido a muchos personajes a los que algunos políticos entre “la astucia y el ojo clínico” descubrieron como su Cristiano Ronaldo o Leo Messi particulares, unos verdaderos “monstruos”, unos cracks como gustan decir ahora algunos gilipollas, que en el transcurso de su trayectoria curricular no se han caracterizado por la que han hecho o resuelto, sino por su especial habilidad en hacer crecer su nómina.
Era el caso de Maximino Granujín, que había sido capaz sin apenas preparación académica y con escaso sentido de la ética de manejar a todo concejal que caía en sus manos y tejer su propia red, amen de colocar a toda su familia. Nadie dudaba que era un “monstruo”, pero cada cual le daba un significado distinto al vocablo.
Mientras, en la batalla del día a día, para la briega en primera línea, para hacer que la Administración funcione y los ciudadanos vean y comprueben que sus impuestos tienen utilidad, estaban gente, la inmensa mayoría, como mi amigo Bendito Cumplidor, que no era excepcional, pero, ¡qué caray!, tenía un par de cataplines.
También he podido constatar que, al igual que en la relación de puestos de trabajo municipales, en la calle también nos encontramos “monstruos”, más torpes y desorientados, como Godofrito Pómez, que en el colmo de su desesperación de haber fracasado en todos sus intentos de meterse en el Ayuntamiento, montaba todo tipo de cristos con la intención de llamar la atención, o la de aquellos que como Catón Torpón deliraba con cruzadas y vendetas ante la rabia de no continuar enchufado, ya que los suyos no mandaban.
Los llamados “monstruos” se entrenan y preparan cada cuatro años, como si ellos también se presentaran a las elecciones. Y con cada nueva Corporación que toma posesión, es como si en su metamorfosis mudaran la piel, y estudian concienzudamente cuáles son los talones de Aquiles de cada responsable público; como Maximino Granujín, que se había convertido en el mejor alfarero, ya que moldeaba a su antojo a todo concejal que pasaba por sus manos.
La verdad es que la necedad de unos y la holgazanería de otros le habían convertido entre dimes y diretes en un “monstruo”. Quizás porque se había preocupado en transformarse en un gran especialista, para fomentar aquello que decía Julio Cesar, de que “los hombres suelen creer fácilmente aquello que desean”.