Martín Luther King tuvo un sueño, pero en él no aparecían las ONGs. No aparecían porque aquel pacifista de mirada fresca y piel repudiada, nunca entendió que su país gastara más dinero en armamento militar que en programas sociales.
Esa conducta nos acerca cada día más a la muerte espiritual -decía-. Quizás por eso acribillaron su bondad anticlerical y sus frondosos treinta y nueve años, aunque luego la autopsia confirmara que el dolor de su corazón había cumplido más de setenta. La mayoría dedicados a barrer la inmundicia terrenal contra los derechos civiles. Las ONGs no serían necesarias si los Estados postraran de rodillas la indecencia que exhiben ante las desdichas del universo. Todo ese esfuerzo anónimo que millares de personas realizan en condiciones precarias allende los territorios más inhóspitos, sería innecesario si los que perfuman sus sobacos con
Clive Christian’s Imperial Majesty, aplicaran una sola pulverización de su petulancia sobre las necesidades de sus semejantes. Gastar ciento cincuenta mil euros en medio litro de lascivia envasada en frascos de cristal de
Baccarat para exhalar efluvios repulsivos, es una demostración más de la depravación humana cuyo final se me antoja inalcanzable
nosecuantoscientos mil millones de años después de vida en la tierra.
No es cierto que el hombre haya sido capaz de clonar y viajar al espacio. La expresión correcta debe sustituir el sustantivo “hombre” por el adjetivo “rico”. El rico si clona y va a la luna. El rico construye edificios helicoidales que perforan las nubes. Crea islas con microclimas unipersonales y diseña descapotables a la medida de su envanecimiento. Usa camisas con un as en la manga. Cerca sus feudos de indiferencia y planta en su jardín tabaco de
Vuelta Abajo para gozo exclusivo. Pero el rico no invierte en pobreza. Por eso es rico. Por eso y porque otros dejan que lo sea. Esos que le doran la píldora para tenerlos a mano cuando pinten bastos y les permiten todo tipo de tropelías fraudulentas ungidas con la pestilencia de su desvergüenza. Políticos de moral embarrada parapetados en las rutinas que su estirpe ya practicaba en tiempos de la civilización sumeria, para justificar ante la plebe y ante sí mismos su condición execrable. El otro hombre no. El otro hombre es bueno. Es el hombre que hace el trabajo sucio en una sociedad sumisamente aborregada ante la tiranía de la injusticia y la desigualdad.
Da horror echar la vista atrás y recordar como los obreros egipcios morían en los fosos de adobe para alzar pirámides funerarias que eternizaran la majestad de sus faraones mientras estos se maquillaban con polvos de
El Fayum. Y más horror aún da, contrastar esta perversidad histórica con la explotación actual de los niños hambrientos del mundo. Solo en México, tres millones de criaturas amanecen cada día sin más horizonte de ilusiones que llenar la tripa para no morir de hambre hoy. Mientras tanto, el top-ten de la lista Forbes magrea una fortuna de un billón y medio de dólares USA. Calderilla. Diga que esto es demagogia, pero la realidad tiene rostro y hay espejos donde los vampiros
chupasangre del prójimo no pueden evitar su reflejo.
Remover el arado por estos surcos de la procacidad humana siempre conduce a las entrañas del Vaticano. ¿Qué dirá la iglesia católica al recordar ese veredicto bíblico sobre la imposibilidad de que los ricos entren en el Reino de los Cielos? Hasta ahora lo único conocido al respecto es el nepotismo rastrero del clero con los usuarios de billeteras Cartier. El catolicismo falsea su voto de pobreza cobrando a los parroquianos los servicios sacramentales que realiza, pero se muestra esquivo para indemnizar a las víctimas de los crímenes cometidos impunemente por sus repugnantes pederastas.
Que no se escuden en Teresa de Calcuta, que fundó la Ciudad de la paz, una leprosería en Titaghar, subastando la limusina Lincoln
que le regaló Pablo VI. Ni en Vicente Ferrer divorciado de la Compañía de Jesús para entregarse a los indigentes gracias al apoyo de Indira Gandhi. Ni de Cáritas, sustentada por la caridad popular. Ni de los temerarios misioneros amazónicos que se juegan su apostolado ante flechas indígenas impregnadas de curare. Ni de tantas buenas personas como los mercenarios de las ONGs, que se desmarcan del binomio Iglesia-Estado para que el pobre aproveche las migas de salud que el opulento esparce por balnearios de lujo. También esto parecerá demagogia, pero el mundo seguirá siendo un nido de hipocresía mientras el norte guarde turno para comprar su nuevo
iPhone Luxury, y el sur haga cola por un plato de lentejas.