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Desde el campanario

Los tramoyistas

Quiero declarar aquí mi agradecimiento a esos hombres y mujeres, que sacrificaron sus vidas para que sus hijos crecieran en un universo irreal de libertad

Publicado: 05/01/2025 ·
17:38
· Actualizado: 05/01/2025 · 17:38
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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A través de la dramaturgia, voy a tratar de representar una obra teatral muy real que no ha necesitado de ensayos, porque fue vivida en primera persona por todos los que formamos el extenso elenco de participantes. El argumento es un tanto misterioso, pero como siempre, el desenlace final lo aclara todo. La ficción no existe, todo es pura realidad histórica

Los hechos se sitúan entre 1955 y 1965. Resaca y consecuencias de una Guerra Civil que nunca debió ocurrir. Solo la intolerancia y la soberbia de unos pocos la provocaron.

Se apagan las luces. Se corren las cortinas y comienza la representación. Sobre el camuflaje de la penuria sufrida por la población al finalizar la contienda, asoma está década dulcificada con leche en polvo, avellanas de los toros y almendras garrapiñadas. Los niños de entonces no conocíamos otra cosa que no fuera la calle y la abundancia de juegos contenidos sobre sus pelotes y adoquines, Con las paredes desconchadas, olor a cagajones y el peligro de los guardias al acecho. No teníamos otra preocupación que la de frotar la imaginación para inventar un nuevo juego que sacarle a una caja de zapatos, a una guita, a unos huesos de fruta, a un simple trozo de alambre o a un pedazo de espejo con el que hacerle la muerte canina al bajancia que te había achocado con el tirabala. La felicidad de aquellos niños era tal, que resulta un tanto indescriptible. Transcendía de lo propiamente lúdico a lo emocional y lo fantástico. Da igual que un niño de otro barrio te hubiera ganado una partida de bolis. Tu mente al acostarte te vestía de Capitán Trueno para soñar que tú le ganabas al día siguiente un desafío en el Manchón Madariaga. Con este primer acto sobre la ausencia de preocupaciones de aquellos niños, cae el telón. Cinco minutos para un cartuchito de avellanas y una gaseosa De Celis. Continua la sesión.

Sube el telón y el proscenio se inunda de candilejas. Se ha hecho de noche y las luces del forillo sustituyen a la luna. Pero no cambia nada. Los niños siguen jugando. A las prendas. A las cuatro esquinas. A piola. Al vuela, vuela…No existe otra cosa que les inquiete. Su alegría contagia el barrio. No paran. Van de un juego a otro. Corren tras las niñas. Rompen bombillas. Persiguen a los gatos. Todo en sus vidas es felicidad. Así hasta las 9 de la noche. Entonces mamá llama a cenar. Tortilla de patatas, un vaso de leche y a soñar. Esta vez el niño entierra su cabeza en la almohada y se disfraza de sheriff de Arizona para aniquilar él solito con balas de corcho, a una cuadrilla de pistoleros que atemorizaban aquel pueblo del far west. Fin del segundo acto. Unos minutos para estirar las piernas y a seguir.

Telón arriba de nuevo. Han pasado tres o cuatro años y los niños ya son adolescentes. Ahora el decorado se pinta de guateque. Una azotea, un picú, un rinconcito con sus refrescos y mucha música de la buena. Pero antes de menear el esqueleto y tentar suerte a ver si en la próxima canción lenta alguna de las niñas se deja rozar un poco, los niños ya habían disfrutado por la mañana cambiando tebeos en la puerta de Casa Juana. Tomándose un flamenquín en Reverte. Dando un paseo por la calle Real y acudiendo después de comer a una sesión doble de cine infantil en el Almirante o el Cine Alameda. Todo tempranito porque a las 10 había que estar en casa. De nuevo, la ventura diaria custodia el discurrir de esos años en los que muchos de aquellos mequetrefes, brindaron por una vida nueva con alguna niña de su misma pandilla. Mujeres con las que aún hoy comparten sus vidas. No hay felicidad que supere la existencia de estos jóvenes.

Acaba la representación, pero falta algo. Los espectadores que abarrotan el teatro no comprenden como disfrutó tanto esa generación de chavales, estando  inmersa en un ambiente de prohibiciones, censura y represión. Ese es, precisamente, el envoltorio de intriga que encubre toda la función. Algo debió ocurrir para que esos niños no supieran de apuros, de influencias, de recomendaciones, de privilegios, de vasallaje, de abusos, de arrestos, de represalias, de sumisión y de injusticias.

La respuesta y consiguiente resolución del misterio se encuentra en el mismo recinto teatral. Ya han aparecido el público y los actores. El director murió en 1975 y mejor será ni nombrarlo. ¿Quiénes faltan entonces? Los tramoyistas. En el teatro solo hay unos pocos, pero abanderan al colectivo total de adultos del momento. Ellos son los culpables de tanta dicha infantil. Ellos si que sufrieron el drama de la guerra y las miserias de la posguerra. Por eso acordaron un pacto no firmado para que sus padecimientos no perjudicaran a los pequeños. Ellos se decidieron a protegerlos de la sombra de la dictadura y no encontraron otra forma mejor para conseguirlo que dejar que los niños fueran niños. Alejarlos de cualquier cosa que no estuviera directamente vinculada con la infancia. Evitando que escucharan conversaciones de adultos. Ocultándoles cualquier información del pasado reciente que pudiera dañar sus emociones. Eludiendo mostrar oposición al Régimen político impuesto. Encubriéndoles las carencias de la casa. La frugal economía. Los sacrificios para sobrevivir y tantas amarguras sobrellevadas.

Quiero declarar aquí mi agradecimiento a esos hombres y mujeres, que sacrificaron sus vidas para que sus hijos  crecieran en un universo irreal de libertad, opuesto al que ellos verdaderamente padecieron.

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