Tiene guasa que tu hijo sea escritor y no sepa todavía qué decir. Las palabras que quisiera no aparecen, no las encuentro. Muchas veces te pasaba, que tenías claro lo que querías decir pero no tanto el cómo decirlo. Lo que sí tengo claro y cristalino es lo que no quiero decir. Lo que no quiero ni pensar. Cuatro meses y medio que, salvo algún momento emotivo, pretendo borrar de mi memoria para recordarte como eras: ese hombre que, pasados los sesenta, seguía fuerte y con buen humor.
Todo el mundo tiene derecho a equivocarse y hasta en eso tuviste una lección para darme. Errar es humano, perdonar es divino y tú me enseñaste a entender lo primero y hacer lo segundo. Cuántos rencores mantendría a día de hoy si no hubiera sido por esa voz tuya diciendo «no pasa ná» mientras tu mano derecha se alzaba y tu muñeca giraba la mano como quien espanta una mosca, dándome la dimensión real de cada problema en la vida.
Me enseñaste (o me confirmaste) que eso que dicen sobre que nunca fueron buenas las segundas partes es una patraña. Más bien, aprendí que todo el mundo merece una segunda oportunidad y que puede ser la mejor parte de la historia si quien la recibe sabe aprovecharla. También, aprendí de ti la virtud de la prudencia: cuántas veces tragaste saliva aunque en ocasiones te sacara de quicio, antes de decirme de la mejor manera y en mejor momento lo que fuera que te pareciera mal. Que hablar en caliente no siempre beneficia, que en frío a veces se olvidan las cosas pero cuán importante es templar en estos casos. Incluso, una vez que anduve muy enfadado con alguien me dijiste que me pusiera al sol, que mirara al suelo un segundo; el que te bastó para decir «¿ves? Todos tenemos luces y sombras».
Muchas veces te sentiste orgulloso de que no perdiera la perspectiva. Cuando conseguí trabajo fijo y, aún así, no me tomé la vida como algo resuelto y perseguí mi sueño de ser escritor. Primero, me dijiste que ahora podía soñar mejor con pan en la mesa; luego, que lograse lo que lograse no dejara que se me subiera a la cabeza; pocas veces se te ha engordado el pecho como cuando, en una entrevista, me oíste decir que nunca olvidaría que soy el hijo del herrero y el nieto del hortelano. Cuando leíste mis artículos sobre las pitufinas de ayuda a domicilio, me llamaste para felicitarme. ¿Qué hay mejor que el orgullo de un padre por lo que hace su hijo?
Cierto es que tu manera de enseñar era particular, lógico dado el referente que tenías. Recuerdo tu primera lección para montar a caballo: limpiar la cuadra. Luego vendría pintar los estribos, dar grasa a las cinchas... A la antigua pero más suave. La primera vez que subí a lomos de Cantinera, la yegua, llevaba cerca de un mes aprendiendo todo el trabajo que hay detrás de la estampa que tiene un caballo listo para montar. Y aún nunca se me dio bien arreglarle las crines a nuestro amigo equino. En definitiva, otra lección de vida: para llegar arriba, hay que empezar por abajo y trabajar mucho. Aunque sin caer en el mito de la meritocracia. «El trabajo te hace seguir estando, pero sin un empujón y un padrino...» y señalabas el estribo.
En definitiva, mucha gente recordará a Manolo Borrego López por los logros al frente de la AVV Santo Domingo de la Calzada de El Palmar, por tu buen hacer como herrero, por su carácter afable y por muchas cosas más. Yo, más allá de todo eso, me quedo con Manolo Borrego López, mi padre, que partió hace una semana para, en realidad, no marcharse nunca.
Ozú, viejo...