El Loco de la salina

A Antonio, el ditero

me han dado la mañana en el manicomio con la triste noticia. Y con ella he recibido un mazazo más de los que dan la vida y la muerte. Antonio del Consuelo, el otro abuelo de mis nietos, ha muerto. Justo el mismo día en que Martina, nuestra nieta más pequeña, cumplía dos esplendorosos añitos.
Me aseguran que se ha ido sin hacer ruido y sin avisar, de la noche a la mañana. Y sobre todo me dicen que no ha sufrido. Al menos es un consuelo saber que no ha tenido que pasar el calvario que a él le suponía pisar cualquier hospital y vérselas con los médicos y con las pruebas. Los médicos siempre te sacan algo - decía. Y es que ya Antonio había luchado lo suyo con la vida, como para también verse obligado al final de sus días a luchar con la enfermedad. El tiempo pasa tan rápido y es tan fugaz, que, cuando nos hemos venido a dar cuenta, ya sus cenizas han sido esparcidas en Cazorla, lugar donde nació y donde deseaba reposar junto a sus padres, rodeado de árboles y caminos. Tal como él quería. Allí fue donde hace muchos años un amigo de sus padres tiró de él para que se viniera a La Isla y para que le ayudara en su trabajo de ditero. Al poco tiempo se independizó y, tal como se fue haciendo ditero, se fue haciendo también puro cañaílla. Él recordaba que les vendió a dita pantalones a los padres de muchos que hoy se pasean por la calle Real. Aquí en La Isla, en Buen Pastor, se hizo uña y carne con Carmen, su mujer y compañera de siempre, con la que compartió tiempos difíciles de llevar, cuando había que buscarse la vida, porque la vida no estaba precisamente para buscar a nadie. Luego trabajó en Los Astilleros, despachó bebidas y se movió todo lo que pudo, siempre al lado de su Carmen, para sacar adelante a sus seis hijos. Una estela de once nietos le asegura en La Isla el recuerdo imborrable de su paso por nuestra tierra.
Pero ahora que nadie nos escucha, quiero escribirte, Antonio, unas cuantas cosas que nunca te dije, porque esas cosas, aunque se llevan dentro, no se dicen en vida y menos delante de la persona a quien admiras. Y es que yo te admiraba. A mí me caías muy bien y te voy a decir por qué. Tú eras una persona buena, en el amplio sentido de la palabra buena, y por si eso fuera poco, eras sencillo. En ti se mezclaba el hombre humilde de campo y el hombre avispado de ciudad, una mezcla que hoy se lleva poco a causa del absurdo tren de vida que nos hemos impuesto. Calculo que el pequeño terreno que cultivabas en el Pago del Humo era tu válvula de escape y era lo que hacía que te encontraras de lleno con los recuerdos de tu infancia y con tu manera de ser. Tú tenías la cultura de la universidad de la calle y, aunque no eras licenciado en los papeles, lo eras de sobras en la vida. Por todo eso y por haber sido un luchador nato, yo te admiraba.
Nunca olvidaré la expresión de tu cara, cuando te decía en broma que a ver si íbamos al campo a recoger las habas y tú me contestabas socarronamente que allí no solamente había que ir a recogerlas, sino a sembrarlas. Yo te retaba a ir y tú sonreías, a sabiendas de que ni tú, ni yo estábamos para esas cosas. Que trabajen otros, que yo he trabajado ya lo mío, decías riéndote.
Me he sentado a escribir estas líneas por varios motivos. Uno es que prefiero escribir sobre lo que vivo más que sobre lo que me cuentan otros que han vivido. Pero también me ha empujado el ansia de rendir un pequeño tributo a un hombre sencillo y anónimo que fue admirable ejemplo de trabajador honrado.
Antonio, que te sea la tierra ligera.

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