Decía un autor de nombre muy raro: “Lluvia de primavera. ¡Pobre de aquel que nada escribe!” Todo el que lleva dentro de su esqueleto alguna venilla de poeta se siente inclinado a escribir algo sobre la lluvia, aunque sus versos sean malos, malísimos.
Verla caer tan despacito bailando sobre las aceras y redoblando en los cristales es algo que no tiene precio y eso lo sabe cualquier poeta por muy tonto y malo que sea. Después de estos días pasados por tanta agua, comprenderán que hoy no tenga más remedio que escribir sobre ella, porque, aparte de esa inclinación poética, es lo que ha ocupado y lo que ha preocupado a muchos de nuestros paisanos.
Y pensando en el manicomio me he dado cuenta de que la lluvia es capaz de producir los sentimientos más encontrados en estos seres humanos tan incomprensibles. El campesino, que es un agonía en el fondo, la desea con fervor y cuando no llueve se siente estéril como el campo. El hombre de ciudad, que va a lo suyo desde siempre, la contempla con escepticismo y solamente ve en ella un aliado seguro contra la polución y el aire contaminado. El apasionado de la Feria de Abril de Sevilla, desde su caseta privada no la quiere ver ni en pintura, pero se suele hartar de agua. El hombre del desierto, que aguanta lo que le echen, suspira por ella y la acoge como si fuera un milagro. El penitente, que muchas veces no comprende que la voluntad divina puede ser contraria a la suya, la odia, sobre todo cuando coincide con el horario de su cofradía. Ya digo, cada uno cuenta la feria tal como le va. Sin embargo la llegada de la lluvia no depende afortunadamente de los deseos ni de los fervores de nadie por muy santo que sea. Llega cuando llega y cuando se dan las circunstancias naturales para que se produzca. El hombre se tiene que limitar a verla caer sin que haya inventado nada de momento para detenerla, aunque nunca digas de esta agua no beberé.
Pues bien, nos hemos tirado una semanita que no había manera de que dejara de llover. Mucha gente ha cogido tortícolis de mirar tanto al cielo y de darle vueltas al coco a ver si las nubes se alejaban de una santa vez. Pero no. La verdad es que con la lluvia todo el mundo ha perdido, sobre todo los bares, los restaurantes y el turismo en general. Y los penitentes. Lo normal de un penitente es que llore. Por sus pecados. Aunque aquí parece que poquitos lloran por eso, sino más bien por la lluvia que se carga su espera de todo un año para salir con el capirote. La lluvia se ha llevado por delante casi toda la Semana, llamada Santa sin que tenga la obligación de serlo. Las gargantas de Juani y de Rafael se han quedado a medias en su afán por cantar saetas sentidas y hasta el Nazareno tuvo que dar marcha atrás ante lo delicado de la noche. ¡Qué vamos a hacerle! El año que viene quizás no llueva. O sí. O no.
Lo único que podemos hacer es nada, o mejor dicho, algo sí que podemos. Por ejemplo, darle una solución al estanque que se encuentra frente a la Iglesia Mayor. Con el agua de lluvia se llena, aunque eso quizás no lo había pensado el cerebro que la diseñó. Aparte de que los niños buscan el peligro del agua estancada, hay que tener en cuenta que allí se están tirando bolsas de pipas, bolsas de paquetes de patatas, desperdicios, palomitas, pedazos de pan, paquetes de tabaco vacíos…Incluso se ha podido ver una botella de whisky por supuesto también vacía, no faltaba más. Me ha faltado ver si llevaba algún mensaje dentro, pero me ha dado asco meter la mano en el agua para comprobarlo. Sería bueno que los políticos, en vez de prometer cosas abstractas, prometieran arreglar estas cosas tan sencillas. Intentaría hacerle un poema a ese estanque, pero no me sale. Mientras tanto, a ver si podemos ver alguna cosa bonita en la lluvia. Que las tiene.