Don Manuel Alcántara poseía un muestrario de citas ajenas extraordinario. En cierta ocasión reconoció que algunas de ellas eran de su absoluta invención, para dejar en evidencia a quienes se las copiaban para usarlas en sus propios artículos como si hubiesen acudido a la fuente original, que no era tal. Entre las citas exactas había una a la que recurría con cierta asiduidad, urgido por los protagonistas de la actualidad. La atribuía al escritor francés Léon Bloy, conocido por fustigar a los ricos y poderosos en sus escritos. Decía: “No hay más que mirar a la cara de los millonarios para saber lo que piensa Dios del dinero”.
Un siglo después de la muerte de Bloy, su sentencia sigue tan viva y esclarecedora como cuando la escribió, incluso como cuando la recordaba el maestro Alcántara. Basta con mirar a la cara de Donald Trump, Elon Musk y compañía para tenerla presente, aunque se nos ocurran muchas cosas más aparte del dinero que amasan. Basta con mirarles a la cara para saber lo que piensa Dios de todas las cosas despreciables que encarnan y se encargan de restregarnos con absoluta impunidad, conscientes de que ser miserables y malas personas sólo está penado por la propia conciencia, y no paran de dar muestras de carecer de ella.
El último ejemplo es el de ese vídeo creado con inteligencia artificial en el que Trump, Musk y Netanyahu aparecen disfrutando del resort imaginado en suelo de Gaza, sustituyendo el paisaje de la batalla y la destrucción por atardeceres bañados por el sol y rociados con dólares en los que se levantan estatuas de oro con la efigie del presidente de EEUU. Lo peor, en todo caso, no es que carezcan del más mínimo sentido de la aprensión, sino que el insulto a la decencia que encarnan cada una de esas imágenes no aspiran a la anécdota viral, sino a hacerse realidad.
Esta semana, Chile entero estuvo casi ocho horas sin suministro eléctrico. Todo el país quedó paralizado y el Gobierno se vio obligado a decretar el estado de excepción y el toque de queda. La serie Día cero, estrenada hace poco en Netflix, ficciona sobre esa misma situación pero en Estados Unidos. Todo, a excepción de Robert de Niro, resulta un poco inverosímil, más aún si lo comparamos con lo vivido en el país sudamericano, pero la trama sitúa en lo alto del círculo conspiratorio a las élites tecnológicas, gente muy parecida a la que ocupó las primeras filas en la toma de posesión de Trump. Por lo que sea.
Tampoco hace falta formar parte de cualquier élite económica -basta con aspirar a ellas- para que sepamos lo que piensa Dios de determinadas personas. Se han sentado en el banquillo de los acusados dos tipos que hicieron de intermediarios con el Ayuntamiento de Madrid para conseguirles mascarillas en lo más crudo de la pandemia. El audio en el que ambos acuerdan la forma en que se van a repartir la millonaria comisión contrasta con la insuperable candidez con la que un día antes disfrazaron la loable gesta de tan imprescindible negocio salvavidas; el suyo, por supuesto.
Hay otro señor al que se le ha puesto cara de déjenme en paz de una vez porque la de la culpabilidad la llevaba de serie desde hacía varios meses. Se apellida Mazón. Incapaz de asumir lo inevitable -su dimisión-, tampoco acierta a dar una versión veraz sobre dónde anduvo metido mientras decenas de valencianos perdían la vida y otros miles rezaban por las suyas. Y también está ese señor, de apellido Monedero, encantado de conocerse, al que ahora han retirado de los focos “por respeto” a las presuntas víctimas de su supuesta tendencia a sobar.
Léon Bloy lo tenía claro. Dios, por viejo, tiene una desarrollada capacidad para hablarnos a través de las evidencias. Otro León, Gieco de apellido, y argentino como el Papa, optaba por pedirle a Dios más allá de las certezas; entre otras cosas, “que lo injusto no me sea indiferente, que el engaño no me sea indiferente”. Toca pedir y actuar.