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Hablillas

De nuevo, calabazas

La “víspera de todos los santos” está próxima. El temor también.

El paso irrefrenable de los días nos acerca a esa fiesta adoptada cuyo color naranja la identifica. En televisión andan publicitándola desde primeros de mes y a los pocos días, los comercios de La Isla se sumaron a la actividad propagandística ofreciendo y ofertando calabazas sonrientes, melladas y vacías para meter los caramelos que recogerán los niños.

Este año han incluido las huellas de unas manos pegadas a los escaparates, como si fueran los restos de los muertos vivientes que, según la leyenda, abandonan sus tumbas para pasearse por el mundo. Así es como la venden aunque, como ustedes saben, poco o nada tiene que ver con la versión primigenia. Dejándola a un lado para evitar tanto la repetición como la controversia, resulta curioso cómo nos pasamos la vida evitándole el miedo de estas visiones a los niños, diciéndoles que las brujas y los fantasmas no existen y desde hace unos años casi se les obliga a participar de una tradición a la que nada nos une. Es como si incluyéramos en nuestro calendario la procesión de las mortajas de la Puebla de Caramiñal, la batalla de los Moros y Cristianos o conmemoráramos la fiesta de los muertos de Méjico con Catrina, su simpático esqueleto.

La tradición, voz definitoria y evocadora, es herencia, el paso de costumbres de una generación a otra que ha de cumplir cinco lustros de antigüedad para que sea declarada como tal y muchos más para adquirir remotidad. Sin embargo, estos detalles se olvidan, al igual que el orden y el respeto por la propiedad ajena. No hace falta recordar el estado de algunas calles del centro de La Isla apenas el día empezaba a acariciar la mañana del primero de noviembre. Lamentable, por no mencionar la algarabía nocturna rayana en el vandalismo.

Si echamos la vista atrás, las primeras referencias que tenemos de esta “víspera de todos los santos” –verdadera traducción- se deben a su aparición en los libros de texto escolares de inglés y en los episodios de “Embrujada”, donde Tabitha se enfadaba porque su madre no iba a terminarle a tiempo la corona de diamantina. En ellos oímos lo de trato o truco con un delicioso acento puertorriqueño decían unos, mientras otros apostaban por el mejicano. Pero lo que más llamaba la atención eran los disfraces, pues aquí los usábamos en carnaval o en una fiesta de cumpleaños.

El inglés del bachillerato nos lo explicó con detalle y descubrimos una tradición extraordinaria, con orígenes de cuento que la transmisión oral transformó en leyenda. Los tiempos y la comercialidad la desvirtuaron hasta el punto en que nos la encontramos como una excusa, una coartada, un achaque propiciatorios para la bebendurria y la bebentina, haciendo desaparecer su origen entre misterioso y fantástico, es decir, aquella línea que unía este mundo con el otro, que se estrechaba con la llegada del nuevo año, la estación oscura en la que el fuego reinaba en las casas, ahuyentando al frío y al hambre, sensación y necesidad que el pueblo transformó en fantasmas, espíritus que hacían de las suyas a quienes no lo encendían en razón a la escasez de posibles para cocinar. Estas historias paralelas quedan en el olvido y si acaso se rescatan no salen de las aulas.

La “víspera de todos los santos” está próxima. El temor también. Puede que algún año las calabazas no enseñen sus mellas porque no sonreirán, pues se habrá olvidado que su color, como el del fuego, era el emblema del fruto recogido, de la cosecha, el color destinado a nutrir, a alimentar.

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