La llegada del buen tiempo propicia el paseo. Bien por mantenimiento o bien por mover los músculos sin llegar al cansancio esta acción de andar es la más recomendada, practicada y preferida por todos, pero aún más por quienes no les gusta la rutina del gimnasio. Si echamos la vista atrás, convendremos en que la cifra se ha incrementado, que es frecuente ver paseantes en grupo o solos, a cualquier hora del día e incluso bajo la lluvia suave o zarandeados por nuestro estimado viento de levante.
La prescripción facultativa, la distracción de la rutina o el simple hecho de tomar el aire acaban con la pereza remolona de abandonar el sillón, de cambiar su blandura por la dureza del asfalto o la textura de la tierra. Decidido, el paseante sale. El cierre del portal es como el pistoletazo en una carrera olímpica, la señal acústica que le indica que empieza su momento, un espacio propio por el que camina físicamente, un espacio compartido porque no va solo aunque nadie lo acompañe. Mira al cielo como buscando complicidad para saludar al día.
De vez en cuando, el paseante un poco aburrido de fijar la vista presumiendo el horizonte o adivinando el momento volver, se permite la licencia de compaginar la caminata con la observación. Sin distraerse de sus pensamientos, los que se lleva a cuestas durante la marcha, de los que no se desliga porque no se quedan en casa, porque no abandonan la mente, resignado y con serenidad autoimpuesta los alterna con los pasos, dos mazos que golpean produciendo un dolor sordo y emocional, amortiguado por la suela de goma de las zapatillas deportivas, es decir, los tenis de toda la vida.
Desde la loneta al caucho pasando por la badana, estos tenis han soportado el peso del cuerpo y el que no se ve, el que componen los gramos o los kilos de las preocupaciones, las alegrías, las esperanzas y las frustraciones de quien los lleva. Estos tenis son las fundas de unos pies ágiles y descansados, los del paseante que los mira tras dejar el entorno embebido por la rutina y antes de elevar, de nuevo, los ojos al cielo. Allí, en la azul inmensidad como cantaba el poeta, parece más fácil desatar el nudo que ahoga sin que nadie ni nada lo apriete.
Las últimas estrellas y la luna menguante lo sorprenden en el silencio de la mañana clara y rosada que despierta, quietud que arañan, que alegran los trinos y el vuelo atolondrado de las golondrinas, los mirlos y los vencejos. Mirar al cielo es como nadar en la marea del tiempo dejándolo a un lado a pesar de saber que es el tiempo mismo quien nos limita, quien atenaza a este paseante. Inspira despacio, espira con más lentitud aún y en cada suspiro imagina que el aire sanea su interior, que en esas exhalaciones vuelan las reflexiones sobre la cansina y reiterativa actualidad de alianzas electorales, de promesas coyunturales, de la corrupción que quiere ser corruptela, concluyendo en que todo esto lo distrae de lo que realmente importa. Como no quiere intoxicarse cierra los ojos y al abrirlos ve cómo el sol va agrisando las sombras, nota cómo el aire se empapa de olores, oye cómo la ciudad va despertando. El paseante sabe que su momento termina. Mira al cielo. Es un mar de luceros apagados.