El teléfono ha perdido su nombre. Hace tiempo que el usuario llama fijo al que reposa y enmudece en su casa, junto a la lamparita coqueta que ilumina tenuemente un rincón del salón. Si fuera capaz de sentir se creería desplazado, triste por no empaparse de vaho que templa las palabras o del calor que le da la mano que lo coge.
En el recuerdo o en el olvido permanece su reinado y aunque sigue en la mejor habitación, su labor ha quedado reducida a ser un adorno inalámbrico que transmite una llamada de tarde en tarde, porque los supletorios evitan el desplazamiento y la reverencia instintiva y rutinaria para contestar. Hace tiempo que perdió el cable, que la modernidad lo convirtió en un anuro eléctrico de pequeñas dimensiones, formal y sobrio, características que lo diferencian del móvil, el hermano menor que a la vez que crece en capacidad reduce su grosor.
En él llevamos la vida y el mundo. Si se avería parece que el infierno sale de su escondite para vivir los terribles días de préstamo con nosotros. Se ha vuelto indispensable porque aunque no dependamos de él lo hemos adaptado a nosotros. Pasó con la plancha eléctrica, la batidora, el frigorífico y el televisor, por ejemplo. Al principio fueron novedad para luego ser tan necesarios como para incluirlos en la lista de electrodomésticos de quienes pensaban formar un hogar. Hoy no podemos vivir sin lavadora, secadora, lavavajillas, aspiradora, sin estos aparatos que nos ayudan a valorar aún más el trabajo doméstico realizado por nuestras antecesoras.
Sin embargo, el uso del móvil resulta maniático o abusivo a la vista. Basta con mirar alrededor para apreciar la atención que reclama. El sonido del WhatsApp, silbante o débilmente agudo indica lectura y contestación inmediatas, un medio nuevo de comunicación donde se obvian los acentos, la desaparición de las aches y el crecimiento de las uves ante la emoción y la prisa por conversar mediante un teclado, por compartir fotografías, videos y noticias que nos llegan incluso antes que salgan en los medios oficiales. Y es que esta aplicación ha sido un descubrimiento para todos pero muy especialmente para quienes, por los años cumplidos, se encuentran solos. Muchos admiten haber vuelto a vivir al estar en un grupo.
Poder conversar en cualquier momento o cuando alguno de los miembros lea la frase tecleada, despertar y ver los iconos dando los buenos días, compartir una frase o una imagen que invita a reflexionar es algo casi milagroso. Si esto los ayuda, nos ayuda, a cargar con el día bendita la hora en que nos bajamos la aplicación. Es la otra cara de la moneda, la parte buena de la modernidad, la ayuda que ofrece por la inmediatez. Claro que cada mente es única y las hay retorcidas.
Quedémonos con lo mejor del invento, con lo que puede solucionar, con los momentos que podemos compartir, cuánto puede llegar a distraer y a acompañar. Dirán que mejor cara a cara o por teléfono y tienen razón pero esto de teclear tiene su encanto. Hoy es raro y al mismo tiempo admirable quien no utiliza WhatsApp y más aún quien vive sin móvil. Serán pocos, pero haberlos haylos. Como el teléfono fijo, silente, sedente y paciente. Sin él su hermano menor no seguiría adelgazando.