No la olvidamos aunque el mes próximo hará un año que hizo su particular, discreto y definitivo mutis obligada por la vida, que la dejó acurrucada en los brazos de un desmayo. Luchó hasta entonces, hasta el momento en que dejó de respirar, sin embargo aceptó esta etapa de incertidumbre, de altibajos en la salud con tranquilidad y sin dramatismo, como ella misma afirmó. Por eso, resurge del silencio de la mano de sus compañeros que el pasado lunes se reunieron en el Teatro María Guerrero para recordarla como fue, trascendental.
Quienes conocieron y trabajaron con Ana Diosdado la definen así, tan importante y a la vez tan discreta al crear, que sus personajes podían percibirse por los sentidos. A todos se les recuerda por algo y los dos últimos, Teresa de Jesús y la Princesa de Éboli, por su fuerza, por el pulso mantenido en escena a partir de sus particulares formas de enfrentarse al mundo. En realidad es lo que Ana Diosdado reflejó en todos sus obras, de una forma sencilla, tan del espectador que pronto se sentía parte del guión. Lo comprobamos cuando conocimos a Juan y Manuela, su primera aparición televisiva.
Nos cautivó aquella cara corriente, la perfecta dicción que aterciopelaba su voz dulce y cadenciosa adornada con una melena al estilo de la época, cortada en forma cuadrada y ligeramente cardada. Creó un personaje femenino libre, capaz de decidir. Recordemos que Manuela era una chica que bajó del altar poco antes de contraer matrimonio. Junto con Ana Mariscal, Ana Mª Matute, Conchita Montes y otras que por razones de espacio no podemos incluir, Ana Diosdado fue una mujer adelantada a su época, que empujó un poco más la puerta que entreabrieron sus antecesoras, que escribió por vocación sin importarle si podría vender el texto o no, como recogió ABC Cultura en la columna que le dedicó con motivo de su muerte.
Mas tarde la volvimos a ver en Anillos de Oro. Cuánta emoción transmiten aún las notas de la banda sonora. No pudieron elegir mejor sintonía para su recuerdo, para invitar al público, a su público a pasar por el teatro el pasado lunes. En la serie pudimos apreciar la evolución de una abogada matrimonialista, la escapada sorprendente de la juventud, la asunción de la propia madurez. Series ambas que junto a Segunda Enseñanza dejaban entrever la autora de teatro que fue.
Su sensibilidad transformaba el fundido en negro en un telón que se abría para que los personajes vieran a los telespectadores, les hablaran, rieran y lloraran con ellos, no al revés. También ocurrió con El Okapi, la mejor de sus obras. Como era habitual, se adelantó a la actualidad aunando las historias de un grupo de ancianos que comparten residencia. La soledad y el abandono les consumen pero la muerte del último compañero, un vagabundo huyente de las ataduras y evasor de las normas, les hace replantearse la libertad.
Ana Diosdado escribió, actuó y transmitió más que sus personajes. Percibimos diálogos en las miradas, gritos en los silencios, cautela en los pasos, ansiedad en los suspiros, seguridad en el vuelo de una falda, duda en el humo de un cigarrillo, seducción al apartar una melena. Imágenes que nos estremecen aún, como la pieza que Antón García Abril compuso y que el tiempo se encargó de hacerla trascendental. Como ella.