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Café con letras

La cafetería donde tiene lugar este encuentro está en la localidad vecina de Chiclana, en una calle estrecha, clara y cercana al ayuntamiento.

Hay mañanas en las que necesitamos especialmente abrir un hueco en ella para ponerle un calzo a la rutina, no porque sea agobiante o dura sino por cambiar el rumbo del día durante un rato. Y no somos conscientes de esta necesidad hasta que ese paréntesis, ese hueco se cierra cuando terminamos un rato de lectura, cuando apagamos la televisión o cuando nos despedimos de un encuentro casual.

A veces este hueco lo abren otros, nos invitan a entrar en él tendiéndonos la mano de la palabra, el abrazo de la compañía, sin darnos cuenta del paso del tiempo hasta que la memoria y el sentimiento nos advierten de esta carencia circunstancial con la nostalgia entre extraña y feliz que va creciendo mientras nos alejamos del lugar, que se convierte en un titán cuando las horas oscurecen el día y encienden los sueños.

Ese hueco se abrió durante la mañana del pasado jueves. Un grupo de amigos suele reunirse una vez al mes ante un café disfrazado de té, de botella de agua o de descafeinado, un café que padece el irremisible dolor de enfriarse y perder sus propiedades porque las letras no sólo lo invaden sino que comparten. su espacio. La cafetería donde tiene lugar este encuentro está en la localidad vecina de Chiclana, en una calle estrecha, clara y cercana al ayuntamiento. En un salón alargado se reúne casi una veintena de corazones ansiosos por compartir y disfrutar este rato con las letras.

Este jueves pasado tuve el honor ser invitada, de estar presente y no pude evitar volver al convulso final del siglo XIX, a aquellos cafés que acogieron las conversaciones, las discusiones y la creatividad de tantos talentos clandestinos. Tanto los conocidos como los que nunca se llegaron a conocer colaboraron en las sesiones que empezaban rozando la media noche y terminaban mucho después de haber colocado el cartel de cierre. En aquellos cafés se gestaron novelas y se escribieron artículos periodísticos, una literatura peculiar, trabajos que se hacían al amor del olor del café y el crujido de la media tostada.

Esta mañana del jueves pasado nadie pidió recado de escribir como lo hicieron aquellos poetas del XIX que prácticamente vivían sobre las mesitas de mármol, sin embargo quienes nos reunimos en aquel salón fuimos hechizados por la misma magia que ellos y como ellos la captamos en la atención, en las miradas, en las preguntas, en las respuestas, en las sonrisas, en los silencios. Gozamos, igual que ellos, de un rato de sosiego por el que bailaban los sentimientos.

Cuando la mañana creció hasta ser mediodía supimos que este hueco se cerraba. Las nubes lo advirtieron ocultando el sol. El salón se oscureció mientras la despedida planeaba. Las tazas vacías, frías e inertes fueron testigos de  los momento vividos, de la ilusión compartida. El hueco desapareció nada más pisar la calle. Salí con alegría porque me llevé mucho más de lo que traje. Por ello doy las gracias a Antonio Díaz por haberme invitado a ser parte de este jueves que recordaré siempre y gracias también a las compañeras y a Moisés. Su ilusión y su confianza aseguraron que no hay que esperar al mes de enero para recibir un regalo especial, que siempre habrá un hueco para llenarlo con un café con letras.

 

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