Antesdeayer me escapé del manicomio. Lo digo así de claro. Aproveché que la mayoría de los locos estaban pendientes de las últimas noticias y no daban abasto en conocer la cantidad de chorizos que pululan por la política, para salir a la calle por la misma puerta y por la misma cara. Menos mal que un loco más no se nota fuera; así que lo mismo que salí he vuelto y aquí nadie me ha echado en falta. ¡Como que esto es una casa de locos!
Tuve que salir, porque la Academia de San Romualdo celebró el viernes un homenaje (por cierto, cuando se trata de una mujer debería emplearse otra palabra, por ejemplo “mulieraje”) a Isabel González César, la eterna mujer de Cultura, o la de Cultura a secas, como bien dijo después José Carlos Fernández, y este loco no podía faltar. Y no podía faltar, porque, como dice el refrán, es de bien nacido ser agradecido. Este loco tiene poca inteligencia y alguna voluntad, pero abunda en memoria, aunque no apretarme demasiado que me saltan las tuercas. La verdad es que no he ido demasiadas veces a la calle Gravina, aunque sí algunas a lo largo de muchos años casi siempre coincidiendo con cosas referentes al Carnaval. Las cosas no se olvidan por mucho tiempo que vaya pasando y yo le estoy agradecido a Isabel por su simpatía, por sus atenciones cada vez que he aparecido por allí para cualquier consulta, porque siempre me ha dirigido palabras simpáticas y amables, y en definitiva, porque, a pesar de ser funcionaria, ha trabajado como si no lo fuera..., lo cual es un logro importante.
El acto resultó bonito y emotivo. A mí me encantaron las palabras que le dedicó Adelaida. Iban directas al corazón de Isabel y hablaban de los detalles diarios que solamente una escritora como Adelaida puede fijar en la retina y trasladar al papel componiendo la figura y el estilo de Isabel a lo largo de los días y los años. Cuando al final del acto, habló Isabel, me llamaron la atención sus palabras. Decía que los tres oradores que la elogiaron (Juan García Cubillana, Jerónimo Prieto Pontones, Adelaida Bordés Benítez y José Carlos Fernández Moreno, Presidente de la Academia, se habían pasado en flores hacia ella y que lo único que había hecho era cumplir con su obligación de funcionaria. Como me gustaron mucho estas palabras, por eso, Isabel, me dirijo a ti para que sepas lo siguiente:
Una cosa es ser funcionaria y cumplir las obligaciones que lleva cualquier cargo público, cosa que tú has hecho a lo largo de estos treinta años, y otra cosa es cumplir esas obligaciones a gusto y con la sonrisa en la boca, cosa que no todos los funcionarios hacen y que tú has hecho. Bien sabes que hay funcionarios a los que les cuesta trabajo sonreir. No sé si será una enfermedad o no, pero es verdad que, cuando alguien les recuerda a esos señores que los clientes son los que les pagan sus sueldos, la cosa cambia un poquito y parece como que la sonrisa les quiere regresar a la cara. Eso fue lo que tú dijiste, Isabel, y solamente decirlo y reconocer que un funcionario se debe a sus clientes, que son quienes les pagan el sueldo, no los sobresueldos, ya es señal inequívoca de inteligencia, de lealtad y de saber qué suelo pisa cada uno.
Por todo ello, ahora que te has jubilado y ahora que te veremos más por la calle, este loco te desea una larga vida y un sin fin de paseos por tu pueblo. Gracias por tu trabajo, tu amabilidad, tu sonrisa gratis y por la vida que siempre volcaste en tu quehacer diario. Y, si un día deciden traerte a este manicomio, ya les diré yo a los que comparten penitencia conmigo que te traten con la misma cordialidad que tú empleaste con todo el que se acercaba a ti en tu Casa de la Cultura.